Cuando vi en la pantalla del celular que era Aguirre supe que, si atendía, me iba a meter en un quilombo. Atendí.
-No quiero trabajo –informé.
-No siempre uno puede hacer lo que quiere.
-¿Qué tengo que hacer?
-Proteger a un testigo.
-¿Cuánto tiempo?
-Hasta el lunes –era sábado.
-Metelo preso.
-Más quisiera yo, pero no puedo. Además, si lo hago, estoy seguro de que lo matan adentro.
-¿Qué tiene que declarar?
-Menos pregunta Dios…
-Buscá a otro.
-Me debés más que esto.
-Pasame los datos por mensaje –era verdad, le debía algunos favores.
-Tiene que estar el lunes a las nueve en Tribunales.
-Me ocupo.
-Andá ahora. No hay tiempo.
-¿Tengo una hora?
-No. Tiene que ser ya.
Corté.
¡Qué mala suerte! Una vez que había conseguido una flaca, tenía el departamento ordenado y acababa de tomar la pastilla, me sale esto.
Con el tiempo uno se da cuenta de que con un poco de salud, comida, un buen vino, un buen libro y a veces, solo a veces, alguien con quien compartir la noche, tiene todo lo que necesita.
Despedí a la dama prometiendo, para un próximo encuentro, cosas que no podría haber cumplido ni a los veinte y me fui con la odiosa frase: “El deber me llama”. Me retiré de la fuerza hace cinco años pero aún me siguen llamando para casos especiales. No sé si es un honor o una desdicha.
Recibí el mensaje minutos después.
HOTEL ROMÁN
NICASIO
El lugar quedaba cerca. Alrededor de seis cuadras de donde me encontraba. Llegaba más rápido caminando que por cualquier otro medio.
En esa zona de Buenos Aires, los sábados a la noche las veredas se convierten en junglas humanas donde el desfile es variado: vendedores ambulantes, borrachos, putas, adictos, proveedores de drogas, indigentes tomando de una botella envuelta en bolsa de papel, cirujas desquiciados que cantan en voz alta, compadritos con ropa llamativa y lentes de sol.
El bullicio es una mezcla de risas, insultos, bocinazos, pregones y se huele incienso, comida, sudor.
Apreté los ojos y al volver a abrirlos me embriagaron mil luces de autos fusionadas con el neón de las vidrieras. Tal vez sea el efecto del viagra, me dije.
El hotel Román, donde se hospedaba Nicasio, había sido mediocre ya en sus comienzos, pero de aquello hacía más de cien años. El desgaste del tiempo y la desidia lo habían convertido en una especie de ruina edilicia que alojaba desocupados, artistas callejeros, truhanes y timadores de poca monta. El dueño lo alquilaba por semana y el precio lo acordaba según los ingresos y la cara del cliente.
Cuando le pregunté por medio de un mensaje a Aguirre por qué lo habían metido en ese tugurio, me contestó que ahí ni los asesinos quieren entrar.
Un hombre que había pasado los ochenta se incorporó con dificultad y me observó sin responder a mi saludo de buenas noches. Levantó apenas el mentón y supuse que era el “¿En qué puedo ayudarlo?” de esa categoría de hoteles.
-Busco a Nicasio.
-Último piso, habitación seis.
El último piso era el primero y único. Tal vez esa era la gracia del viejo y no la supe interpretar. Subí la escalera y recorrí un pasillo largo y oscuro. Por una ventana sucia del fondo del corredor entraba un haz de luz que me ayudó a descubrir los números de las habitaciones. Llegué hasta el nueve y me volví. No sea cosa que protegiese a otro. Golpeé.
-¿Quién?
-El Cuervo.
Abrió. Me recibió en calzoncillos, medias y camisolín. Creí que los camisolines se habían dejado de fabricar con la llegada de las musculosas. Entré. Nicasio era dueño de un cuerpo endeble y diminuto. Calculé que rondaría los cincuenta kilos con una sandía bajo el brazo. También lo tendré que cuidar del viento, pensé. Me había informado Aguirre que era un intelectual con información pesada. Sin duda eso era todo lo pesado con lo que contaba.
-Ahora entiendo su sobrenombre –dijo señalando mi nariz. Empezamos mal.
-Buenas noches. ¿Ese es todo el cuerpo que tiene?
-No necesito más, uso el cerebro.
-Lo bueno es que no cobro la protección por kilo.
-Es que un policía no podría hacer la cuenta.
-Ya no soy policía. Y cámbiese rápido que nos vamos.
-Puede ser que ya no lo sea pero sigue mirando y hablando como policía. ¿Por qué nos tenemos que ir?
-Llámelo presentimiento.
En el piso, cual si fuera una mala escenografía, había latas, botellas, revistas, cajas de pizzas y pedazos de empanadas.
-Detrás de un bohemio intelectual siempre hay un mugriento –expuse para seguir el diálogo amistoso que habíamos iniciado. Él se quedó callado.
El olor a humedad era tan insoportable como lógico, las manchas y los hongos cubrían casi toda la pared.
-¿Cuánto hace que está acá?
-Vine a vivir hace una semana.
-Acá no se viene a vivir, se viene a sufrir –comenté mientras corría algunas porquerías con el pie-. ¿Puede apurarse?
-¿Estoy en peligro?
-Mi olfato está en peligro. ¿Ha tomado alguna sustancia prohibida? –le pregunté al ver sus pupilas dilatadas.
-¿Y usted? Tiene las orejas rojas y los ojos vidriosos.
-¿Cómo puede vivir con este olor a humedad? –cambié de tema, después de todo era su vida.
-Uno se acostumbra. A todo se acostumbra.
Cuando escuché los golpes en la puerta sentí lo mismo que cuando vi el nombre de Aguirre en el celular, que estaba en problemas. No había querido llevar la 45. Me había parecido innecesario así que portaba la Bersa 22. Chica, cómoda, algo ineficiente, pero tampoco para subestimar.
-¡Métase debajo de la cama! –susurré. Era el único lugar para esconderse en esa pocilga.
Volvieron golpear y gritaron que venían a dejar un recado. Saqué mi arma, apoyé la espalda en una de las paredes laterales y me dejé caer hasta quedar en cuclillas. El momento era crítico. Ni siquiera me importó que mi campera tomase olor a humedad. No hubo tercer llamado. Derribaron la puerta de una patada. Eran dos y ambos estaban armados. No dudé. Nunca dudo. Les tiré a las piernas. Uno de ellos cayó como una bolsa, soltó el arma y perdió noción del hecho tomándose la rodilla. El otro también cayó pero desde el suelo me disparó dos veces. Una bala pasó a veinte centímetros de mi cabeza. Le acerté un tiro al hombro y otro al brazo y ya su preocupación fue otra. Me incorporé con la agilidad de un maniquí pensando “Pucha que estoy grande”. Tomé las armas de los emisarios y arranqué de abajo de la cama al raquítico. Luego de saltar a los heridos, corrimos hacia el exterior.
El Victoria era una especie de hotel alojamiento para toda la noche. Ideal para los que no quieren o no pueden levantarse después de un rato de alegría. En otras épocas yo había sido un cliente asiduo y tenía una buena relación con los dueños. Varios favores mutuos habían afianzado el vínculo. El hotel Victoria era modesto, no tenía estrellas a no ser que se alojase un militar, pero aun así, comparado con el Román, era un Palace.
Le pedí al dueño que me diera dos habitaciones contiguas y que registrase solo una. Armé una escena en una de ellas y nos instalamos en la otra.
-¿Algún menú en especial para la cena? –le pregunté a Nicasio que posiblemente llevaba meses de comida chatarra.
-Solomillo de cerdo con papas noisette y cebollas caramelizadas –me contestó mientras probaba su cama y agregó- es mi menú de los sábados.
-Perfecto. Justo lo que tenía pensado.
Fui al supermercado chino de la esquina y compré un paquete de pan lactal, mayonesa , fiambre y una botella de vino. Salí repartiendo el vuelto en caramelos a los chicos que me cruzaba.
Yo creo que en todos los países hay una oficina de discriminación que elige quiénes se quedan y quiénes emigran. De otro modo no se entiende por qué un país como China, primera potencia económica mundial, mayor exportador del mundo, genios de la electrónica que fabrican computadoras del tamaño de un grano de arroz, inventaron la pólvora, el papel, la imprenta, la porcelana… nos manda a los que solo saben abrir supermercados. Usan ojotas con medias. Se la pasan mirando a un gato que mueve un brazo. Nunca aprenden a saludar. No te entienden y te dan caramelos de vuelto…
Mientras volvía le hablé a mi jefe. Perdón, exjefe.
-Cambiamos de lugar, Aguirre. El otro se puso caliente. Estoy en mi vieja guarida haciendo tiempo. La historia de mi vida.
-¿Estás bien? ¿Hay heridos?
-Nada grave en los otros y nosotros cagados pero intactos.
-Bueno, cuidate y cuidá al intelectual.
-Te dejo porque estamos prestos a degustar una comida gourmet.
-Manteneme informado.
Entré a la habitación y ya había mal olor.
-El cliente anterior a mí se llevó las últimas porciones de solomillo así que traje lo más parecido –ironicé-. ¿Qué le parece si mientras preparo el banquete usted se da un baño?
-No. Estoy bien así.
-Tal vez no lo especifiquen los libros de filosofía, pero higienizarse es un hábito bastante común entre los mortales.
-Quizás más tarde.
-Bien… –dije abrazando el paquete del supermercado-. Como diría una madre: “Si no hay baño, no hay comida”.
Cuando entró a la ducha bajé a pedirle algo de ropa a mi amigo y le dejé la que vestía el intelectual para que la mandase a lavar. Arrugó la nariz y la tiró detrás el mostrador. Me prestó una muda del nieto que tenía once años. Le quedó apenas grande.
Habíamos terminado de comer, había vuelto a cargar mi Bersa y nos disponíamos a dormir, o al menos intentarlo, cuando escuchamos pasos en el pasillo. Fue una patada como la que rompió la puerta del hotel Román lo que escuchamos en la habitación de al lado. Sin duda eran de la misma escuela o habían visto las mismas películas que los otros matones. Luego de varios disparos y algunas puteadas oímos que se marchaban.
-¡Vamos, tenemos que movernos! –le pedí a Nicasio.
Seguramente se habían dado cuenta de que le habían disparado a varias almohadas y luego de apretar al sereno, volverían por nosotros.
Salimos por la ventana, saltamos a un techito en el que hicimos equilibrio hasta llegar a un paredón que nos condujo a la calle. Ya no estoy para equilibrista. Me prometí que si terminaba con vida, este sería mi último trabajo. Y si no, también.
Tomamos un taxi.
-Turismo –le dije al chofer-. Paseamos por el centro para que mi amigo conozca la ciudad.
El taxista me observó con una sonrisa socarrona como dándome a entender que había escuchado mejores historias.
Eran casi las cuatro de la madrugada y la ciudad se veía cansada, íbamos en silencio. Yo planeaba qué iba a hacer durante las próximas treinta horas, el intelectual dormía y el chofer tarareaba una canción que pasaban en la radio.
-En la próxima esquina doble y siga seis cuadras. Allí nos bajamos.
Llamé a Aguirre.
-Nos movemos al Avenida.
En el residencial Avenida no conozco a nadie, ni siquiera estuve alguna vez, pero tiene dos ventajas: está cerca de la terminal de colectivos y tiene una entrada amplia que se puede ver a distancia. Nos ocultamos entre las vidrieras de un comercio de la vereda de enfrente y esperamos. Prendí un cigarrillo. El raquítico me dijo que eso me iba a matar y yo me reí.
Treinta minutos después estacionó un auto y bajaron dos matones.
Ya no había dudas.
Fuimos a la terminal y tomamos un colectivo hacia cualquier parte desde donde pudiéramos regresar ni bien llegáramos. La cuestión era poder dormir y pasar todo el domingo viajando.
Me marché sabiendo que al regresar iba a encontrar mi casa revuelta. Llamé a mi hermana y le pedí que se mudara a cualquier hotel durante los próximos tres días.
La mañana del lunes despertó con el cielo despejado, de un celeste casi brillante. Hablé con Aguirre.
-No me llamaste ni me atendiste –fue lo primero que me dijo.
-Buen día.
-Buen día, ¿Por qué no me llamaste?
-Me quedé sin batería y estaba de viaje.
-¿Dónde estás?
-Camino a casa, en taxi.
-¿Qué pasó con Nicasio?
-Se murió.
-¿Cómo que se murió?
-El destino, viejo. Un ataque cardíaco aunque parezca mentira. Nos salvamos de dos y se muere así. El destino… y tal vez el susto ayudó.
-¡¿Me estás hablando en serio?!
-Sí. No hubo nada que hacer. Llegó muerto al hospital.
-Bueno, no es culpa tuya. Pasá a buscar el dinero.
-En estos días, no hay apuro… y lo lamento.
Dejé a Nicasio frente al juez, en Tribunales y fui a recoger mis cosas pensando cuál sería mi rumbo. Tal vez alguna ciudad mediana y caribeña. Quizás algún pueblo pequeño y pintoresco del norte. Lo bueno de no tener a nadie es poder disponer del futuro sin evaluar pérdidas.
Lo único que lamento es no haber podido terminar ese asuntito con la flaca.
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