El caminante

Guillermo manejaba, Martín iba junto a la ventanilla y yo al medio. Era mi primera experiencia en un viaje tan largo, desde Santa Fé hasta Misiones. Para ser más preciso, desde Reconquista hasta Oberá.
Nos trasladábamos en una camioneta Chevrolet modelo 78 y el objetivo era comprar yerba mate en una plantación para que luego mi tío Jacinto la fraccionara en bolsas de arpillera de dos kilos. Ese era uno de sus negocios además de la venta de harina, azúcar y otras yerbas.
Mi tío era un buen tipo. Él junto con mis primos Guillermo y Martín formaron mi familia desde que perdí a mi madre. Mi padre, en cambio, se había marchado cuando yo tenía cuatro años a recorrer el mundo y jamás lo volví a ver. Jacinto, su hermano mayor, se sintió responsable por su actitud y cuidó de mi madre y de mí desde entonces. En ese tiempo llevaba tres meses viviendo con ellos y trabajaba como un hermano más.
El viaje era tranquilo pero se hacía largo. El calor de noviembre estiraba y humedecía las horas. Martín y yo solíamos hacer bromas y festejar cualquier pavada pero Guille mantenía una postura adusta. Reprimía su risa creyendo que así se veía más responsable. Con sus diecinueve años recién cumplidos realizaba su segundo viaje a Misiones sin el tío. En cambio para Martín y para mí era una experiencia nueva. Martín solo me llevaba un año. Tenía dieciséis.
En cada estación de servicio que parábamos para cargar combustible e ir al baño, Guille aprovechaba para hablarle por teléfono al tío. Los tres nos metíamos en la cabina y entre cosquillas y carcajadas, mi primo mayor informaba: “estamos en tal lugar y vamos bien”. Guille escuchaba atentamente las recomendaciones de Jacinto a la vez que nos hacía señas con el índice perpendicular a los labios para que nos calláramos.
Mi tío me cuidaba como a un hijo. Me aconsejaba, me orientaba y en algunas ocasiones hacía referencia de lo que, supuestamente, hubiese opinado su hermano respecto a algún tema. Nunca dejó de aclararme que mi padre era una gran persona, sólo que no había nacido para estar atado a una familia. “Es como un pájaro que siempre necesitó volar más allá de donde ven los ojos”, me decía. “Un bohemio al que no le interesa el dinero ni los bienes materiales, sino conocer lugares caminando por el mundo”, me revelaba en ocasiones.
Yo íntimamente siempre creí que mi papá se comunicaba con mi tío y hasta tuve la ilusión de que preguntara por mi madre y por mí. Sólo fueron suposiciones ya que Jacinto nunca me dio pistas para que lo creyera.
No poseo fotos de mi padre. Mi madre, en un comprensible acto de bronca, seguramente las eliminó. Por esa razón siempre le preguntaba a Guille por su apariencia pero él poco la recordaba. Claro, mi primo tenía ocho años cuando mi padre se marchó. Aún así le insistía que hiciera memoria, que me diera detalles de su rostro, de su figura, de su carácter… Consciente de que a veces inventaba para dejarme conforme, pero no me importaba.
Habíamos salido a media mañana calculando un viaje de ocho horas a la velocidad crucero de la camioneta. Viajábamos tranquilos sabiendo que nos sobraría tiempo. Planeábamos dormir en Oberá en unas colchonetas que teníamos en la caja (por supuesto carrozada) y a la mañana siguiente, luego de realizar la compra de yerba, iniciaríamos el regreso a Reconquista.
Generalmente en todo trayecto que se subestima se suele llegar tarde. Aquél no fue una excepción. Primero almorzamos unos sandwiches a la vera del camino poco antes de llegar a Itatí y faltando aproximadamente cincuenta kilómetros para arribar a Posadas se nos pinchó una cubierta. Decidimos, luego de cambiarla, hacerla arreglar en la capital de Misiones porque era riesgoso seguir transitando sin el auxilio. Así, cuando salimos de la gomería ya el sol nos había abandonado y teniendo en cuenta la escasa luz de la pick up, la poca experiencia en viajes nocturnos y las recomendaciones del tío Jacinto, optamos por buscar un camping donde comer y pasar la noche.
Entre Posadas y Oberá hay más o menos cien kilómetros, de manera que todo esto no trastocaría demasiado el plan inicial.
Una vez que constatamos que el camping tenía fogones (o algo parecido) salimos en busca de una carnicería. Guillermo era buen asador y las chuletas, su especialidad. Compramos algunas de más porque los tres, a esa edad, comíamos mucho. Formábamos un buen equipo, yo junté palos y ramas que servirían de leña, Martín se encargó de la gaseosa y el pan y los tres juntos improvisamos unos bancos valiéndonos de troncos.
La única luz con la que contábamos era una portátil que conectamos a la batería de la camioneta. Como es lógico, estaba en el fogón alumbrando lo más importante: las chuletas. A nosotros nos llegaba el reflejo intermitente de acuerdo a la posición del asador.
Martín y yo competíamos constantemente. A veces con la cara y cruz de una moneda, otras con palitos cortados (uno más largo que otro) o simplemente al par y noni con los dedos.
Guillermo acababa de anunciar que las chuletas estaban listas cuando, desde la discontinua oscuridad de nuestro alrededor, oímos una voz que proponía: “cambio un pedazo de carne por historias de vida, por cuentos reales que siempre serán experiencias ajenas y que no sirven como propias sencillamente por no haberlas vivido”.
Nos quedamos duros, callados. Se trataba de un hombre alto, flaco, de barba tupida y rostro confiable. Portaba una mochila en apariencia pesada ya que inclinaba el torso hacia delante. Luego de unos instantes Guille, como mayor y responsable de la troupe preguntó: “¿qué necesita?”. “Pretendo un poco de comida y a cambio les daré mi conversación, les contaré mis trayectos y travesías que son mi mejor y único capital”.
Mi primo nos miró desde el sector de la parrilla y levantó los hombros insinuando que por él estaba bien y nosotros, con Martín, no dijimos nada.
“Búsquese un tronco o algo para sentarse y arrímese que la carne está lista, maestro”, dijo Guillermo de espaldas, nuevamente abocado a su tarea. “Gracias chicos”, contestó el extraño y de una mochila que descargó a sus pies sacó cuatro palos que unidos por una lona oficiaban de asiento. “Práctico el banquito”, dije asombrado. “Lo cambié por unas historias a un carpintero, mates por medio”, me contestó.
En minutos mi primo sirvió las chuletas que pusimos directamente sobre los panes y con las felicitaciones correspondientes para el cocinero, nos las devoramos.
Luego de la cena, el caminante, como se autodenominaba el extraño, comenzó tímidamente a contar historias. Historias de vida que si bien lo tenían como protagonista no siempre lo dejaban bien parado. Lejos de ser el héroe o la víctima, muchos de sus relatos parecían una confesión o una autocrítica dignas de ser escuchadas por un psicólogo. Otras andanzas eran sumamente graciosas y otras algo tristes pero todas, absolutamente todas, entretenidas y sobre todo creíbles.
El sujeto era agradable y educado a pesar de su aspecto. Más hablaba y más atraía nuestra atención. Por momentos escapaba de mi abstracción y lo comprobaba mirando a mis primos, fascinados, inmersos en el relato.
Cuando hubo finalizado una de sus narraciones, el caminante nos pidió que le contáramos qué hacíamos nosotros tres solos en ese camping. Martín, que era el más extrovertido le hizo un resumen de nuestro viaje. Yo, por mi parte, me animé a contarle que ellos, junto con mi tío Jacinto, formaban mi familia y le expliqué la razón. El caminante escuchaba con la misma pasión que demostraba al narrar. Había encendido un cigarrillo usado y lo disfrutaba como el mejor postre.
Poco después el extraño se incorporó y nos aconsejó que nos acostáramos ya que el día siguiente nos debía encontrar descansados. Saludó con un beso a cada uno y antes de marcharse puso sus manos sobre mis hombros y dijo: “sé fuerte, sigue tu camino a pesar de los escollos… y no lo juzgues, entiéndelo”.
Esa noche no pude dormir. Sus últimas palabras quedaron dando vueltas en mi cabeza. Su voz, en mi recuerdo, comenzó a sonarme familiar. ¿Por qué no?, me preguntaba.
A la mañana siguiente interrogué a mi primo mayor gran parte del viaje pero él me juró mil veces que no recordaba el rostro de mi padre. “Puede ser… o quizás no… la gente cambia, la edad endurece las facciones. Además la barba, el bigote, no sé… Mi memoria no es buena, perdoname…” se disculpó finalmente Guille y seguimos viaje en silencio hasta Oberá.

Han pasado veinte años y cada Noviembre desde entonces regreso por un fin de semana al camping de Posadas. Hace cinco primaveras que lo hago con mi esposa y mi hijo. Trato de conseguir el mismo fogón o al menos el más cercano y hago las chuletas lo más parecido a como las hizo mi primo aquella vez. Recuerdo, espero… juego a cara o cruz con una moneda, a los palitos cortados con mi chiquito, recuerdo… espero…
A veces también siento ganas de vagar por el mundo pero sé que no lo haré, estoy atado a los ojos de mi hijo.
Ya no me importa saber si aquel caminante era mi padre. Cualquiera de las dos respuestas me enfadaría. Prefiero no saber la verdad. Así está bien. Así es mejor.

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