EL DEDO MAYOR

Todo empezó cuando mi madre y mi mujer me pidieron que las acompañara a elegir un salón de fiestas para el cumpleaños de mi abuela. Sabía que era un trámite complicado pero aun así… no me podía negar.

La fiesta estaba planeada para un domingo al mediodía porque la mayoría de los invitados pasaba los ochenta años y por las noches se les acentuaban los achaques.

Quizás alguien se pregunte: “¿Qué tiene de complicado buscar un salón?”

La respuesta es simple: “Nosotros”.

El salón elegido debía reunir algunas condiciones y características que para nuestra familia son primordiales. No ser muy grande porque la gente se pierde. Tampoco chico por que estaríamos incómodos. Tendría que contar con calefacción adecuada, estacionamiento para autos, estar bien atendido, ser lindo, limpio, barato y la seña por la reserva debería ser pequeña o bien ser devuelta en caso de fatalidad. Consideremos que mi abuela cumplía entonces noventa y seis.

Recuerdo que, desde los ochenta y cinco, en cada cumpleaños se comentaba con nostalgia que tal vez ese fuera el último festejo. Así fueron muriendo muchos de los asiduos invitados mientras mi abuela, vital y lúcida, apenas notaba el paso del tiempo. De todas maneras, la cifra de asistentes se mantenía, porque se agregaban bisnietos y parejas de los nietos.

Volviendo a la búsqueda de salón, después de recorrer más de diez lugares, encontramos el que reunía casi todos los requisitos: era barato.

Se trataba de la sala principal de un club de barrio, modesta, cómoda y con beneficios extra: cancha de papi fútbol y básquet. Lástima que a nuestros invitados se los veía más ligados al hockey: la mayoría usaba bastón.

Allí, mientras el amable cantinero mostraba el lugar y saciaba las dudas de mi progenitora y de mi esposa, yo me uní a tres jovencitos de entre diez y quince años que practicaban tirando al aro de básquet. Poco después uno de ellos propuso un partido de dos contra dos.

No me podía negar.

El tiempo pasa, pero uno sigue conservando en el cerebro el mismo entusiasmo y las ganas que tenía en la juventud, sin tener en cuenta que el cuerpo ha sufrido cierto desgaste. Desplegué entonces todo mi fervor, ímpetu y energía para demostrar que los que pasamos los cuarenta todavía podemos dar batalla.

Caramba qué muchachitos tan ágiles, tan resueltos, tan aguerridos, tan… tan jóvenes. Aun así, mi cuerpo respondió. Respondió que no podía más.

Me retiré lesionado seis minutos después. Un pelotazo en el dedo mayor de mi mano derecha fue la causa principal de mi abandono cuando estaba haciendo un papel… digamos aceptable.

Volví junto a las damas de mi familia, transpirado, despeinado y con evidentes señales de taquicardia. El dedo me dolía como si me estuvieran apretando con una morsa, pero ante las preguntas minimicé el asunto diciendo: “En un rato se me pasa”.

Tres días después, con esa mano no podía siquiera parar el colectivo, de manera que decidí ir al hospital y consultar a un traumatólogo. Claro que primero tuve que pedir permiso a mi comprensivo jefe para ausentarme una jornada.

  • Pase –dijo después de escuchar mis dos golpes en la puerta.

  • Permiso, señor –entré, cerré la puerta y me acerqué un paso.

Ahí estaba mi jefe, sentado detrás de un escritorio oscuro como su

alma e inmenso como su avaricia. Su figura es la descripción exacta de un gangster de los cincuenta, petiso, corpulento, gordo y sin cuello. Imagen que se completa con una personalidad impetuosa e insensible.

Cuando da la mano descarga toda su tensión y uno escucha crujir los dedos intentando que el dolor no se refleje en la cara. Por suerte para mí y para mis falanges, saluda a sus empleados únicamente cuando los contrata.

Me sonrió para mostrarme que sus dientes amarillos le combinaban con la corbata marrón.

  • ¿Y bien? –expresó levantando las cejas.

  • ¿Cómo le va?

  • No creo que eso le interese demasiado, González –me contestó

con su acostumbrada amabilidad.

  • Se equivoca, esta empresa depende de usted. Si usted no está es

como un barco…

  • A la deriva, González –me cortó-. Odio las frases hechas y a las

personas que adulan y mienten. ¿Qué quiere?

  • Bueno… realizando un trabajo para la empresa que demandaba

gran esfuerzo, tuve un accidente en el dedo y ahora me…

  • Pero usted es vigilante del depósito: lo más riesgoso que le he

visto hacer es servirse café –noté que su voz se tornaba aún más carrasposa y afónica de lo habitual-. Espero que no haya venido a pedirme un día como en las últimas ocho semanas.

– Quiero que me vea un médico, está hinchado, me duele cada vez más…

– ¿Ahora es el dedo? ¿Qué pasó?, ¿ya no le quedan parientes para enfermar, mascotas para matar o ceremonias ineludibles?

Realmente su acusación era inmerecida, mis ausencias estaban más que justificadas. En los últimos días se había engripado la hermana de mi cuñado, había muerto mi canario y en dos oportunidades acompañé una manifestación de doce personas a la plaza para repudiar el bajo sueldo de los maestros rurales del norte de Bolivia.

– Mire, jefe –dije mostrando erguido el dedo afectado y recogiendo los demás.

Desde aquella vez que Samid agarró a trompadas a Mauro Viale

cuando le preguntó si había avalado la bomba de la Amia, que no veía a alguien tan enojado.

De todas maneras no me gustaba ese trabajo. Era esclavizante,

seis horas corridas de lunes a viernes con un descanso de cuarenta y cinco minutos por día. ¿Quién aguanta?

Al día siguiente me levanté temprano y partí con mi dolor rumbo al hospital.

La secretaría me explicó: “El doctor empieza a atender a las diez de la mañana y es por orden de llegada, así que puede tomar asiento en los bancos del pasillo”.

Recién entonces advertí que el lugar estaba repleto de gente con problemas realmente graves. Me sentí avergonzado. Hombre grande consultando al médico por un dedito cuando a mi lado había dolientes con brazos quebrados, piernas enyesadas, cuellos ortopédicos, muletas y sillas de rueda.

Un caballero canoso gritaba como un cantador flamenco.

  • ¿Le duele mucho? –pregunté a su acompañante, una mujer que

leía un revista de moda sin prestar atención alguna.

  • Nada –me contestó.

  • ¿Y los gritos?

  • Le acaban de avisar que la obra social no le cubre los gastos de la

internación.

Me senté en un rincón y esperé. Faltaba una hora y media para las diez y tenía los compromisos propios de un desocupado. Me entretuve mirando pasar a las enfermeras, preguntándome si la gordura sería una condición imprescindible para obtener el título. Hubiese apostado a que ninguna bajaba de las tres cifras sobre la báscula. Yo, que siempre me había hecho los ratones con señoritas vestidas con uniforme, tal vez influenciado por aquellas películas de Olmedo en donde las enfermeras eran Susana y Moria cuando tenían veinte años.

De tanto en tanto doblaba por el pasillo una camilla con un piloto fuera de sí que pasaba a toda velocidad vociferando frases inentendibles. Hubiese apostado a que alguien cronometraba la llegada y había una docena de facturas en juego.

Entablamos un diálogo entre una señora con problemas lumbares, un joven al que se le salía el hombro y un abuelo sordo con problemas de hemorroides. Aunque gritamos no pudimos hacerle entender que no era ese el lugar para tratar su afección.

Serían las once y media cuando el traumatólogo, con tranquilidad y prestancia hizo su destacada aparición en el pasillo del hospital. Se dirigió al consultorio de guardia sin siquiera prestar atención al contingente que para entonces lo aguardaba. Apenas traspasó la puerta, dos diligentes enfermeras ingresaron al mismo cuarto. Poco después salieron los tres conversando rumbo al ascensor.

Entre los pacientes había un veterano acostumbrado al maltrato de la espera desconsiderada, que al ver mi cara de “¿Y ahora a dónde va?” me explicó la rutina: “El doctor primero recorre el nosocomio visitando a los internados por fracturas, después toma café con otros colegas para analizar los casos graves y luego vuelve a la guardia”.

Calculé que con suerte iba a llegar a mi casa para cenar.

Habían pasado apenas las trece horas cuando una enfermera llamó al primer paciente. Para mi sorpresa, los turnos fueron rápidos; en media hora había atendido a tres, pero cuando me empezaba a alegrar, el profesional salió del consultorio y se alejó por el pasillo.

El veterano me comentó resignado: “Es la hora de almorzar”.

Recién entonces me percaté de que, por llegar temprano, solo había tomado un café bebido y que aquellos gruñidos molestos similares a los de una orca en celo provenían de mi panza. Así que inventé una excusa digna para ir en busca de alimentos sin perder el turno.

  • Tengo que ir al baño, maestro, me siento descompuesto –le dije al

veterano.

  • Vaya tranquilo, yo le cuido el lugar… y buen provecho.

El hospital contaba con una cantina donde uno se podía proveer de

comidas rápidas. Paseé la mirada por el exhibidor; los sándwiches de pan árabe se veían tan tentadores como las pizzetas. La señorita que atendía tenía abrochado a su delantal un cartelito que rezaba: “María Cristina – Análisis clínicos”.

Opté por un alfajor.

Luego, tocándome la panza y poniendo el rostro compungido en una clara muestra de mis dotes actorales, volví a mi lugar en el pasillo.

El veterano me guiñó un ojo, cómplice. No estaba en mis planes admitir el engaño, pero minutos después el destino me jugó una mala pasada: me agarraron ganas de orinar.

Aguanté. Aguanté hasta que me olvidé.

El reloj marcaba las quince cuando, con paso amodorrado volvió el traumatólogo y llamó al quinto paciente en espera. Para entonces solo quedaban siete personas antes que yo. Dos habían sido retirados al perder el conocimiento y otro, con fractura expuesta, había regresado a su domicilio. Es que la gente es desconsiderada, por cualquier pavada va al hospital y malgasta el tiempo de los que tenemos verdaderos problemas.

Las diecisiete horas me encontraron desplomado sobre un banco, preso de un letargo similar al de los osos en invierno, cavilando sobre las cosas simples y profundas de la vida, sobre el bien y el mal. Analizaba el método filológico de Nietzsche para reestructurar la cultura alemana en 1876, la teoría de relatividad formulada por Einstein a principios del siglo xx y el aumento desconsiderado de las berenjenas blancas, cuando escuché mi apellido en la voz de una enfermera.

Había llegado el momento.

El traumatólogo me esperaba dentro, junto a la puerta.

  • Adelante, tome asiento por favor –me dijo extendiéndome su

diestra.

  • Doctor, si pudiera darle la mano no estaría aquí.

  • Comprendo, ¿qué le pasó?

  • Me golpeé el dedo jugando al…

Me interrumpió la entrada abrupta de una enfermera que giró en

torno al pequeño escritorio y le susurró una frase que terminaba con la palabra “urgencia”.

Temí lo peor.

Y sucedió.

El doctor se retiró diciendo: “¿Me espera unos minutos?, enseguida vuelvo”.

No me podía negar.

Teniendo en cuenta que las últimos tres noches había dormido mal por el dolor, esa mañana me había levantado temprano, pasado el día en el hospital y que la silla era más cómoda que los bancos del pasillo, no fue raro que me durmiera profundamente. Y que soñara.

Soñé que el médico volvía y luego de mirarme el dedo con desdén me decía que debía consultar a un especialista en manos. “La ciencia se ha vuelto específica para tratar cada problema con mayor precisión”, decía mientras me anotaba el número de teléfono y apellido de su colega.

Luego de sacar turno y esperar varias horas, el especialista en manos me aconsejaba ser examinado por un especialista en dedos. Cuando lograba llegar hasta él y luego de cobrarme, este me derivaba a otro colega, experto en dedos mayores y que a su vez, al verme me decía que se ocupaba sólo del dedo mayor de las manos izquierdas.

Volví a la realidad con una palmada del doctor en la espalda.

  • Cansado el hombre –comentó girando en torno al escritorio.

  • Un poco –contesté sin tomar conciencia del tiempo que había

dormido.

  • Me decía que se había golpeado el dedo…

  • Sí, jugando al básquet –expliqué.

  • Este tipo de golpe es normal, –me aseguró mirándome el dedo- lo

inmovilizamos, se toma un antiinflamatorio y en una semana está como nuevo. Ahora la enfermera le va a colocar una férula y una venda.

– ¡Marta! –gritó mientras salía nuevamente del consultorio, vaya a saber con qué destino.

La férula es una lonja de aluminio que sobre una de las caras tiene pegada una gomaespuma, a efectos de que no lastime. Primero la sujetó a mi palma con cinta autoadhesiva, luego al dedo afectado y por último envolvió todo con una venda. Quedé listo para que algún creativo urbano me dijera: “¿Dónde habrás metido el dedo?”.

La enfermera me despidió con un: “Que le vaya bien” y salí del consultorio con más ganas de orinar que de vivir. Me dirigí sin escalas y con paso de caminata deportiva al baño más cercano.

La férula sobresalía un centímetro, el período de adaptación no llegaba al minuto y mi necesidad fisiológica era inmediata. Conjunción por la cual la venda se mojó. Me la saqué dejando el aluminio a la intemperie; el vendaje resultaba menos importante que el olor.

Observé mi aspecto lastimoso en el espejo y al intentar acomodarme el cabello me hice un tajo en la frente con el filo de la férula. Me asusté al pensar en la posibilidad de rascarme, distraído, un ojo y quedar tuerto. Y luego el otro y quedar ciego. Decidí entonces quitarme la pieza de aluminio y guardarla en el bolsillo.

Salí del baño sintiéndome cansado, desanimado e indignado. Llevaba diez horas en ese lugar, había perdido el trabajo, el día y la paciencia. Tenía sueño, hambre y sed.

Busqué la salida del hospital como si hubiese estado preso.

Al cruzar la puerta sentí el aire fresco del atardecer en el rostro y comencé despacio a bajar la escalera.

  • ¡González! –la voz inconfundible de mi ex jefe me sobresaltó.

Me hice el distraído e intenté huir hacia la derecha como el león

Melquíades.

  • ¡González! –volvió a la carga interceptándome- ¡Qué bueno que

lo encuentro!

  • ¿Bueno? Yo diría que es increíble, en una ciudad tan grande…

–lo noté más calmo, tal vez se le había pasado el enojo.

  • Su esposa me dijo que estaba acá.

  • ¿Mi esposa?, -y yo que pensaba regalarle bombones en nuestro

aniversario.

  • Creo, González, que estuve mal. En ocasiones el estrés, la presión

del trabajo y los conflictos cotidianos hacen que uno reaccione de manera incorrecta y luego lo lamente. Quiero ofrecerle disculpas. Me desahogué con usted porque llegó en el momento inadecuado. Me gustaría que vuelva a trabajar en la empresa. Que olvidemos lo sucedido.

  • ¿Como si nada hubiera pasado? –sobre el final del día algo en mi

vida mejoraba, volvía a tener empleo.

  • Exacto. Sin rencores –me contestó.

  • Por supuesto, mañana estaré allí y tenga la seguridad de que no le

pediré francos a no ser que me esté muriendo –la alegría me desbordaba.

– Así me gusta, González. Sellemos este pacto con un buen apretón de manos.

No me podía negar.

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