LA CITA

Mauricio entró a la confitería, miró su reloj y luego buscó un lugar tranquilo en un rincón. Estaba nervioso. Se comía las cutículas con devoción y ansiedad.
El mozo se acercó amable pero él dijo que prefería esperar a que llegara su compañía. Se sentía raro, extrañaba la confitería de la universidad donde acostumbraba a pasar las horas, donde el mozo era casi un amigo, donde todos lo saludaban y se sentaban a intercambiar opiniones. Sin embargo, había buscado este lugar en la otra punta de la ciudad para evitar miradas indiscretas.
Volvió a observar su reloj. Todavía era temprano. Tuvo ganas de ir al baño pero pensó que podía perder la mesa y ese sitio estaba bueno. Aguantó.
Pensó en ella, lo hacía casi todo el tiempo. Era agosto y llevaba cinco meses soñando con ese momento, aunque ahora los nervios le impedían disfrutarlo. Había luchado contra su timidez para animarse, para acercarse a ella y con una excusa planeada y ensayada, concertar esta cita.
María de los Ángeles y Mauricio estudiaban la carrera de abogacía. Cursaban el segundo año y apenas habían intercambiado algunas palabras.
Él experimentaba desde hacía un tiempo una sensación única y placentera: amor, verdadero amor. Además estaba convencido de que el destino los había unido, puesto que esa carrera la había elegido por descarte.
Sus padres, sumergidos en una clase media tradicional, querían para su hijo una de las tres profesiones clásicas: médico, contador o abogado. En realidad, había una cuarta opción que Mauricio descartó sin mayor análisis: trabajar.
De los médicos le gustaba la prestancia, el decoro y ese dejo de indiferencia que tienen al tratar con los pacientes. Contestar al enfermo con evasivas o con palabras que nunca podría entender. Lo seducía sentirse importante entre la gente común pero aborrecía la sangre, las enfermedades y el olor a hospital, de manera que descartó esta carrera.
Los contadores le resultaban simpáticos. Ese doble mensaje, las salidas inteligentes, las soluciones rápidas y precisas que terminan con el cliente conforme y agradecido aunque siempre pagando. Claro, odiaba los números.
Sólo le quedaba la carrera de abogacía pero de esta profesión nada le gustaba. Detestaba la mentira, el engaño y no comprendía cómo de un mismo código escrito con palabras claras y aceptadas por La Real Academia se podían encontrar acepciones tan diferentes. Interpretaciones que, de acuerdo a la habilidad del profesional, definen el futuro de una persona con el riesgo de encerrar a un inocente o dejar libre a un asesino. Le parecía despreciable. Eligió abogacía.
El destino los había puesto en el mismo camino y él estaba tan seguro de que María de los Ángeles era la mujer de su vida como de que el derecho no era su vocación.
Volvió a mirar su reloj, era la hora de la cita. Aumentaban los nervios, la expectativa, el deseo.
Las mujeres siempre se hacen esperar un poco, pensó y se sumergió nuevamente en el recuerdo de su rostro. Conocía cada detalle de su fisonomía. Llevaba meses estudiando sus movimientos. Mauricio se sentaba un par de bancos detrás de ella y la misma cantidad hacia un costado. Pasaba tiempo completo observándola, disfrutándola. Sabía de memoria sus movimientos, sus mañas, intuía sus estados de ánimo, sus reacciones. Advertía el brillo de sus ojos los días de alegría y la rigidez de sus facciones en los momentos adversos.
María de los Ángeles entró a la confitería. Él la vio y su pecho se volvió un tambor. Se paró innecesariamente y levantando la mano gritó su nombre.
Estaba tan bella como siempre. Sus cabellos enrulados cayendo sobre sus hombros, cubriendo apenas su frente. Su nariz perfecta, sus labios carnosos. Sus senos prominentes y firmes. Su aspecto alegre, divertido. Su cuerpo frágil y absolutamente seductor.
“Es mucho para mí, si me llega a decir que sí, me caso mañana”, pensó él mientras ella se acercaba con elegancia.
Mauricio apagó su teléfono celular. No quería que nadie lo molestara y sabía que lo iban a llamar sus compañeros de estudio y también sus amigos del club para organizar el partido de la noche. Pero ahora, frente a ella, todo carecía de importancia.
Se saludaron, se sentaron, hablaron del clima, de la decoración del lugar, vino el mozo y pidieron café.
– Te debe llamar la atención que te haya citado en esta confitería
–supuso Mauricio tratando de entrar en el tema que quería.
– Sí -sonrió ella- sobre todo porque está tan lejos de la Uni.
Sus dientes perfectos, iluminan este lugar, pensó él.
– Bueno… es que no quería que nos interrumpieran los compañeros de
estudio. Si estuviéramos allá, la mesa estaría llena… Beto, El Turco, Marisa, José Luis, El Colo…
– Es verdad –María de los Ángeles sostuvo la sonrisa.
Generalmente él la observaba desde un ángulo diferente. Ahora la tenía
frente a frente y le resultaba aún más bella. Había algo en sus ojos o mejor dicho, en su forma de mirar que estaba descubriendo en ese momento.
– ¿Por qué querías estar a solas conmigo?
– Quería que hablemos….
– Ah… ¿de qué? –preguntó ella levantando las cejas.
– Mirá… desde que te conocí… desde que te vi por primera vez…
Todas le parecían frases hechas. Había planeado este momento durante
meses, lo había ensayado, estudiado, libreteado, pero ahora los nervios le jugaban una mala pasada. Continuó:
– Hace meses que te observo, que tengo ganas de que hablemos, quiero conocerte mejor, que me conozcas, -jugaba con un sobrecito de azúcar sacudiéndolo nervioso-. Disculpame, no quiero que lo tomes a mal…
– No, Mauricio, reconozco que en principio me sorprendió tu invitación pero después recordé tus miradas e imaginé que tenías cierto interés en mí.
– ¿Cierto interés?, te confieso que los días que no cursaste me fui de la facultad. No me interesaba estar en esa sala si no estabas vos.
Los últimos rayos de sol se filtraban por la ventana tiñendo el lugar de un brillo amarillento que hacía aún más hermoso el rostro de María.
– Mauricio, -susurró ella- nunca pensé que era para tanto.
– Averigüé con disimulo entre tu grupo de amigos y me dijeron que no estás de novia.
– Es verdad, hace mucho tiempo que estoy sola. ¿Qué más te contaron sobre mí?
– Nada, no pregunté más, no me hacía falta. Sólo me dediqué a observarte, a disfrutar de tu belleza durante las horas de clase.
– Gracias, es muy halagador lo que decís.
– Maria de los Ángeles, todo lo que pueda decir es poco porque no existen palabras que se ajusten a lo que siento por vos… -se le rompió el sobrecito de azúcar y se desparramó. Ella le sonrió dulce como la mesa.
– Tal vez si hubieras averiguado más sobre mí… no me hubieras citado.
– No sé a qué te referís pero estoy seguro de lo que siento. Cuando hay verdadero amor los escollos se pueden sortear –hasta él se sorprendió por lo que había dicho.
– Tengo una hija. Tuve una historia con un tipo hace tres años y de esa relación nació Carolina.
– Una hija… -a Mauricio le costo asimilar el golpe pero observó sus ojos, sus labios, sus senos y reafirmó su sentimiento-. No me importa –reaccionó-. Mejor dicho, sí me importa porque si me aceptás, juntos la criaremos. Vos siempre tendrás la última palabra como corresponde por ser la madre pero yo seré el padre que esa criatura necesita. Lo único que pretendo es estar a tu lado.
– Sos muy bueno, realmente muy bueno, no se encuentran muchos hombres como vos en estos días –dijo ella mientras intentaba tomar el pocillo de café pero su dedo no acertaba el asa. A Mauricio le llamó la atención.
– ¿Te sentís bien?
– Sí, ocurre que en ocasiones pierdo el enfoque exacto de las cosas.
– ¿Tenés problemas en la vista?
– No, sólo en el ojo derecho. Hace algunos años tuve un accidente y lo perdí. Éste –se señaló con el índice- es de vidrio. Creí que te habías dado cuenta.
– No, no… no se te nota… cuanto lo lamento –Mauricio no se había equivocado al pensar que su mirada era especial. ¿Qué tipo de accidente tuviste?
– Automovilístico. Es un milagro que esté con vida, fue terrible.
– ¿Un choque?
– El auto se desbarrancó de un cerro en Córdoba… -quedó pensativa un instante mirando un punto fijo en la mesa, luego prosiguió- se incendió como en las películas yanquis… fue horrible.
– ¿Estuviste muy grave? -indagó Mauricio.
– Treinta días en terapia. Tuve varias cirugías en el cuerpo debido a las quemaduras, perdí el cabello…
– Pero gracias a Dios estás bien –intentó dar una cuota de optimismo al relato- mirá como tenés el pelo ahora… hermoso.
– Es peluca –confesó ella acercando el rostro confidente.
– Peluca… -tragó saliva Mauricio.
– Sí, se me arruinó la mayor parte del cuero cabelludo y me crecen mechones suelto y desparejos, como pequeñas islas.
– ¿Y qué más te sucedió en ese accidente? –preguntó Mauricio entre incómodo y confundido. Apoyó la espalda en el respaldo y se cruzó de brazos.
– Fracturas y hematomas que se fueron curando… lo más traumático fue el ojo y los dientes.
– ¿Los dientes?
– Sí, estos son postizos –aclaró con una sonrisa amplia y uniforme.
– Ah… mirá vos… -Mauricio estaba sorprendido y desanimado. Imaginó un vaso sobre la mesita de luz con agua, la dentadura y un ojo flotando. Un cuerpo cosido y mutilado tipo Frankestein, una nena que lloraba de noche impidiéndole dormir. Prendió el teléfono celular-. ¿Vivís con tu familia? –cambió de tema buscando aire fresco.
– Con mi mamá, mi papá y mi nena.
– Sos hija única –arriesgó él.
– No, tengo un hermano pero no vive con nosotros.
– ¿Está casado?
– No, está encerrado. Preso por robo calificado.
– Pero… -acotó Mauricio- ¡qué macana!
– Sí, sobretodo por papá. Siendo su único hijo varón tenía la esperanza de que al menos fuera honesto. Por eso hace tiempo que se dio a la bebida.
– ¿Tu papá es alcohólico? –María de los Ángeles no respondió, sólo asintió con la cabeza. Él continuó- bueno… hay grupos de ayuda para alcohólicos.
– Sí, pero es muy agresivo y cada vez que se lo mencionamos se vuelve loco… y nos maltrata.
– ¿Otro cafecito? –convidó él buscando al mozo con la mirada.
– No, no, gracias –respondió ella mientras escuchaba la música del teléfono celular de Mauricio.
– Disculpame –dijo él y contestó: “Sí, hola… ah, ¿cómo te va?… sí… pero… escuchame… no, ahora no puedo ir… Sí, te entiendo… pero… no digas eso… tranquilizate por favor… No, no… ¿dónde estás?… bueno… esperame, no te muevas de ahí… ya voy para allá… no hagas una locura, esperame” –cortó el celular con cara de preocupación- tengo un amigo que es depresivo, viste, lamento tener que irme así, te pido disculpas.
Supo que la excusa era vulgar pero no le importó.
– Está bien, entiendo –concedió ella.
– Nos vemos en la Uni y seguimos charlando –propuso él mientras se incorporaba y ella asintió.
Mauricio le dio un beso en la mejilla, pasó por la caja, pagó los cafés y se marchó.
Al cruzar la puerta tomó aire, se sintió libre, afortunado.
En la esquina llamó a su amigo y se disculpó:
– Sí, sí, te escuchaba bien, después te explico, ¿a qué hora es el
partido?… Fenómeno, me sobra tiempo para pasar por casa, pegarme una ducha y tomar unos mates. Nos vemos allá.

Mauricio no volvió a la universidad. La abogacía no era para él.

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