LA VIEJA

Entré en la banda hace poco tiempo persuadido por mi primo Miguel e incitado por mi falta de voluntad para trabajar y mi rebeldía adolescente. Aunque tal vez la verdadera razón fue otra: plata rápida, fácil, sin esfuerzo.

En mi familia sospechan que ando en algo turbio. Saben que Miguel no es trigo limpio, que no labura y siempre anda con plata. “El artista” lo apodaron algunos vecinos porque a mi tía le ha hecho creer que es actor y que realiza trabajos especiales para engañar a gente mala en un grupo similar a “Los simuladores”. Ella, ingenua además de madre, lo cuenta en secreto ante la mirada sarcástica de las chusmas del barrio.

Todavía no me acostumbro a la mirada de la gente, noto el desprecio, la desconfianza. Las viejas comentan y hacen conjeturas por lo bajo cuando ven a cuatro tipos tomando cerveza a las once de la mañana.

Desde que yo entré llevamos hechas dos estaciones de servicio, un ciber y un cogotudo en la calle que me dio lástima. Cuando lo apretamos se meó encima. No dije nada, Miguel me advirtió que para estar en la banda no debo ser un puto maricón, ni tener sentimientos de vieja. También me dijo que debo mantenerme callado porque hablo con palabras refinadas de maestra y eso pone furiosos a los muchachos de la banda. Me prohibió que ande con libros en la mano cuando nos juntamos. Él dice que el mundo es una selva donde solo subsisten los fuertes y los hábiles.

Leonardo es el capo. Su apariencia ya impone respeto. Es alto, flaco, musculoso, tiene varios tatuajes en los brazos y rastas que le caen por los hombros. Él la tiene clara, sabe encontrar la oportunidad justa y es quien decide cuánto le corresponde a cada uno. Además es el veterano del grupo, debe tener más de treinta. Mi primo me contó que antes estuvo en otras bandas y nunca lo pudieron agarrar.

Ahora estamos planeando algo más grande, una pinturería que, según dicen los muchachos, levanta guita con la pala. Parece fácil.

Leo explica con detalles lo que tenemos que hacer. Es claro, conciso, demuestra su experiencia.

Paco saca un porro, se lo lleva a la boca y se palpa los bolsillos en busca del encendedor. Miro preocupado hacia la barra y el mozo hace señas que adentro no se fuma. Paco lo guarda. Leonardo se muerde el labio inferior y luego le dice:

– Vos pibe, sos un zarpado, un día nos vas a traer problemas. No tenés conciencia del momento y el lugar donde estás –se toca la sien con el índice- no tenés cabeza.

Paco no contesta, toma un sorbo de cerveza y mira la calle a través de la ventana. De tanto en tanto pasa alguna mujer cargando bolsas de compras o algún tipo de traje apurando el paso para llegar al banco.

Miguel, mi primo, toca con el codo el brazo de Leonardo y le señala a una vieja copetuda que pasa caminando. Los cuatro la observamos sin perder detalles.

  • No es del barrio –asegura Leonardo- esa vieja no es del barrio.

  • Fíjense las pilchas –pide Miguel- el collar, los aros, la pulsera…

  • Esa vieja es un botín caminando –define Paco.

  • ¡Un regalo! ¿Quién cumple años?

  • Yo, dentro de un mes –digo y me doy cuenta que quedo como un

idiota. Tengo que seguir con mi propósito de hablar lo menos posible.

  • ¡Aprovechemos esta oferta! –sugiere Leonardo sin prestar

atención a mi comentario y avisa al mozo con un gesto exagerado que le deja la plata en la mesa- ¡Vamos a seguirla!

Salimos y nos quedamos en la puerta del bar haciendo tiempo.

La vieja es elegante, viste un traje gris claro y una chalina de colores.

Lleva un bastón que apoya cada tres o cuatro pasos. Camina lento y parece que disfruta el paseo.

Comenzamos a seguirla a distancia.

Son las once de la mañana. Creo que es una locura, que nos vamos a exponer demasiado, pero Leo está confiado y eso nos basta.

  • No se apuren –advierte Leonardo- en estos casos la paciencia

juega un papel fundamental.

La señora llega hasta la esquina, cruza la avenida, se detiene unos

instantes frente a un kiosco de revistas y luego continúa hasta la siguiente bocacalle. Allí dobla y se mete en el corazón del barrio de Belgrano. Camina ahora por una zona solitaria y eso me tranquiliza. Sin testigos se reduce el riesgo. A media cuadra se detiene frente a una casona tremenda que está detrás de enormes rejas punta de lanza, arbustos y palmeras. Sin duda se trata de la casa de unos ricachones importantes. La mujer busca en su cartera y saca un manojo de llaves. Abre la reja y entra hasta la puerta principal. Es curioso, pero no vuelve a cerrar con llave.

  • ¿Vieron eso? –pregunta Leonardo- les dije que esto era un regalo.

  • ¿Vamos ahora? –pide Paco, impaciente.

  • Tranquilos, caminemos despacio hasta la reja y esperemos que

abra la puerta principal. El momento justo para actuar es mientras saca la alarma, antes de que cierre la puerta. Estén atentos.

  • ¿Y si no saca la alarma? –pregunto.

  • Es porque adentro hay gente. Entonces nos volvemos al café y

seguimos con el plan de la pinturería.

  • ¿Y quién te dijo que la casa tiene alarma? –desafiante Paco.

  • Estos caserones siempre, siempre están protegidos –asegura Leo.

La vieja sube despacio los tres escalones para llegar a la puerta de

entrada. Parece que Leo hubiera visto esta película antes que nosotros porque ella hace lo que él anticipó.

– ¡Vamos, ahora es el momento! –ordena Leonardo y salimos picando.

Paco entra primero y empuja a la anciana que cae sobre un sillón. Los otros tres nos metemos detrás y cerramos la puerta.

  • Señora, cálmese y no grite. Si colabora, esto va a terminar rápido

y no la vamos a lastimar –asegura Leo parado junto al sillón desde donde la mujer mira la escena desconcertada.

Ella no grita y no parece tener la intención de hacerlo. A pesar de las

circunstancias, sus ojos son desafiantes, está sorprendida, no atemorizada.

  • ¿Qué quieren? –pregunta.

  • ¡Qué nos cuente un cuento, abuela! ¿Qué podemos querer? Plata,

joyas, todo lo que tenga valor y podamos llevar…

  • ¿Son ladrones?

  • Muy bien, veo que vas entendiendo, vieja –se burla Paco.

– No –susurra la mujer recorriendo con la mirada nuestros rostros- ustedes no son ladrones.

  • Es buena la fórmula de la moralidad, doña, pero con nosotros la

psicología no te va a funcionar –advierte Miguel- empezá a cantar dónde tenés la guita o se pudre todo.

La vieja se queda callada y yo me pregunto qué pasará si no obedece.

¿Qué vamos a hacer? ¿Alguno de nosotros será capaz de torturarla? ¿Quién? Esto empieza a preocuparme.

  • ¡No tengo tiempo para pavadas, abuela! ¡Hablás sola o te ayudo!

–amenaza nuestro jefe.

La mujer menea la cabeza y suspira. Aún sigue recostada sobre el

sillón. Por suerte, luego de unos instantes, habla.

  • Hay bolsas debajo de la mesada de la cocina y cosas de mucho

valor desparramadas por toda la casa. Supongo que sabrán reconocerlas… si se dicen ladrones.

  • ¡La plata, vieja, decime dónde está la guita! Estoy perdiendo la

paciencia.

  • ¿Y qué vas a hacer? ¿Me vas a matar? ¿Sos ladrón o asesino?

La patada de Leonardo es como un “No jodan conmigo” para todos,

no solo para ella. Un boleo de derecha directo a las piernas de la vieja que ahora sí, grita y putea.

  • ¡Hacete la cocorita! ¡Dale! ¿Querés joder? ¡Jodemos! ¿Querés

una patada en la cabeza? Dame el collar… la pulsera, los aros, el reloj, todo… –Le arranca el collar y la mujer entrega el resto sin dudarlo.

La escena pone a nuestro líder como dueño absoluto de la situación. Creo que ella está a punto de confesar dónde tiene el dinero.

  • ¡Acá están las bolsas! –grita Miguel desde el pasillo- y es verdad,

está lleno de estatuillas… parece un museo.

  • Coleccionista de antigüedades –aclara la señora mientras se pasa

una mano por la pierna-. No hay tanta plata en la casa que iguale el valor de tres de esas obras de arte.

  • No pierdan tiempo, repartí las bolsas y empiecen a cargarlas –se

entusiasma Leonardo-. Vos cuidá que no se mueva –me ordena y mientras se aleja por el pasillo, agrega- ¡Vieja, cuando vuelva me decís dónde tenés la plata o te quiebro los brazos!

Me quedo parado frente a la mujer. Ella se acomoda mejor sobre el

sillón. Demuestra dolor en su rostro, aunque creo que el golpe debe haber sido menos fuerte de lo que pareció.

Recién entonces me doy cuenta de que la casona es más hermosa por dentro que por fuera. Tiene un living inmenso como para filmar la versión nacional de “La bella y la bestia”. Sillones y vitrinas rodean una escalera de mármol impresionante. Los muebles, los pisos, los cuadros, las arañas, todo es lujoso.

Sobre una mesa ratona hay varios portarretratos con fotos de una mujer joven y hermosa, pero no se parece a la anciana. El tiempo, a veces, hace estragos en las personas.

– ¿Qué edad tenés vos? –me pregunta la anciana.

No contesto. Tengo miedo que me enrosque con sus palabras, eso lo

vi en las películas.

  • Dieciséis –arriesga.

Niego con la cabeza intentando disimular mi sorpresa por su acierto.

  • Quiero ir al baño.

Sigo callado y trato de evitar sus ojos. No sé qué hacer.

– ¡¿Sos sordo, chiquito?! te dije que quiero ir al baño.

Para mi suerte llega Leonardo cargando su bolsa.

  • Quiere ir al baño –le digo.

  • Primero decime dónde está la guita.

  • ¡Primero el baño! –serena pero firme suena la condición de la

mujer.

Leo la observa pensativo unos segundos y luego le dice:

  • Vamos, yo te acompaño. Y vos –dirigiéndose a mí- aprovechá el

tiempo para cargar tu bolsa.

La anciana se incorpora con dificultad apoyándose en el bastón.

Pienso en ayudarla, pero temo que el resto del grupo me tome por blando y quedo inmóvil. Ella camina directo hacia la escalera.

  • ¿A dónde vas, vieja? Hay un baño abajo, atrás de la escalera…

  • Se nota que sos hombre. Las mujeres a veces necesitamos usar

nuestro baño, no cualquiera –comenta subiendo el primer peldaño.

Leonardo se queda un momento sin saber cómo torcer la situación mientras ella sigue su ascenso.

  • Voy con vos y de paso me mostrás el lugar donde guardás la

plata, seguro que es arriba –dice Leo y comienza a subir de a dos escalones agarrándose de la baranda.

Miguel y Paco llegan desde el fondo. Yo comienzo a juntar.

Leo alcanza a la vieja poco antes del descanso de la escalera y reduce

la marcha. Levanto la vista y advierto que ella le cruza el bastón por detrás de las pantorrillas, trabándolo en la baranda. Luego lo toma de las rastas y lo tira hacia atrás con todo su cuerpo. Grito “¡Cuidado!” pero ya es tarde. Nuestro jefe cae casi en cámara lenta sin entender lo que sucede, tal vez preguntándose cómo esa anciana indefensa podía hacerle daño.

La suerte hoy no lo acompaña.

Golpea con la nuca en el filo de un escalón y su cuerpo se amontona al pie de la escalera. Los tres corremos hacia allí y vemos que hay sangre debajo de su cabeza. Paco le grita, lo sacude tratando de hacerlo reaccionar. Es inútil.

  • ¿Qué pasa? ¿Está muerto? –pregunta mi primo.

  • ¡Qué se yo!

  • ¿Y ahora qué hacemos? –interrogó preocupado.

  • ¡Callate, pendejo infeliz! –me ladra Paco, nervioso. Luego saca de

la cintura de Leo el único revolver que llevamos y lo guarda en su bolsillo. Desde que estoy en la banda solo lo usamos para intimidar, desconozco si funciona.

  • ¿Y la vieja? –alerta Miguel viendo la escalera vacía.

  • Andá a buscarla vos, nosotros vamos a recostar a Leo en el sillón.

Cuando la encuentres, traela para acá. Vos, pibe, ayudame –me ordena.

Mi primo sube la escalera casi corriendo.

  • ¡Apurate antes de que hable por teléfono! –le grita Paco.

  • ¿Si dejamos todo como está y lo llevamos a la sala médica del

barrio? –propongo mientras lo trasladamos al sillón.

  • ¡Nene, pensá! Si sobrevive y le decimos que dejamos todo para

llevarlo, nos mata. Y si está muerto da lo mismo llevarlo o dejarlo.

Paco es una bestia aunque esta vez tiene razón.

  • ¿Cómo sabemos si está muerto?

  • Buscá un espejo o un vidrio y se lo ponemos delante de la boca,

eso siempre funciona.

Tomo un portarretrato de la mesa ratona pero antes de llegar al rostro

de Leo me paraliza el ruido de un golpe seco y un grito ahogado que viene desde arriba.

  • ¡Miguel…! ¡Miguel…! –la voz de Paco retumba en la casona.

Trepamos la escalera a toda velocidad y entramos en un pasillo decorado con espejos y apliques de pared. Mi compañero me toma del hombro.

– ¡Con cuidado! –me dice.

Entramos en la primera habitación. La puerta está abierta y vemos un escritorio con vitrinas y estanterías que exponen obras de arte. En medio de ellas, tirado sobre el piso, boca abajo, se encuentra Miguel. A un costado, un bate de béisbol. Es obvio que lo sorprendió con un golpe en la nuca.

Intento acercarme pero Paco me detiene.

– ¡Voy yo!, vos cuidame la espalda –exige y se acerca a mi primo, puteando a la vieja-. ¡La encuentro y la mato a esa hija de puta! –asegura mientras saca el arma de su cintura.

Me quedo duro, debe ser el miedo.

Paco se arrodilla junto a Miguel para tratar de reanimarlo. De repente

una estantería repleta de estatuillas de hierro y piedra cae sobre él.

  • ¡Cuidado! –nuevamente mi grito llega tarde porque varios objetos

le pegan en la cabeza y lo dejan inconciente.

Detrás de la escena aparece la figura frágil de la vieja observando

el resultado. Da un paso hacia atrás, está a punto de perder el equilibrio y se ayuda con el bastón. Su rostro no tiene expresión alguna. Recién entonces me mira. No sé qué hacer. Sin duda me sería fácil reducirla pero el estado de mis tres compañeros hace que le sienta respeto. Me tiemblan las manos y para disimular me aprieto la cintura. Viene hacia mí. Despacio aunque decidida, rengueando y eludiendo objetos. Sería ridículo escapar de una anciana. Pienso en el bate de béisbol como un arma eficaz e intento llegar hasta él. Me meto con agilidad entre el cuerpo de Paco y los objetos. Logro agarrarlo. La anciana llega hasta la entrada, saca la llave de la puerta y sale cerrándome por fuera.

Me siento un idiota. Miro hacia los cuatro costados y advierto que la única ventana tiene rejas. Mi corazón parece que va a estallar. Pienso en mi familia, en lo que voy a decir, en las miradas que tendré que afrontar. Corro hasta la puerta y en vano trato de forzarla. Entonces escucho que la vieja habla por teléfono. Seguro que está llamando a la policía. Apoyo la oreja en la puerta.

– Pasen en quince minutos, tengo cuatro bolsas listas, preparo dos más y cargamos todo… Sí… Sí, todo bien, me demoré porque tuve unos inconvenientes… Rateros. Rateritos que se creen ladrones… pibes que ni se imaginan cómo se preparan estos golpes. Cuánto dinero se invierte para convencer a la mucama y obtener una copia de las llaves y el código de la alarma… Como te decía, rateros que se creen ladrones –hace una pausa más prolongada y continúa-. Sí, lo demás bien. ¿Quién puede desconfiar de esta vieja?

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