Mediados de noviembre, sábado, nueve de la mañana.
La familia comienza, de a poco, a poner los huesos de punta. Ese día el hombre de la casa no trabaja. Los demás tampoco. Corrijo, los chicos carecen de actividad escolar y seguramente encontrarán juegos cibernéticos que los entretendrán por horas pero la madre, la señora… el ama de casa… tiene mucho que hacer en el hogar. Acomodar las camas, lavar la ropa, la vajilla, los pisos, planchar…
El caballero por su parte sólo tiene una función dentro de la casa: molestar. Y lo hace muy bien. En ese momento es cuando la famosa intuición femenina hace su oportuna aparición para despejar el territorio. “Viejo… ¿no tenés nada que hacer? Pregunta que él contesta distraído con un “por suerte, no” y de inmediato cae en la cuenta de lo que viene: “Entonces porque no te fijas que pierde la canilla del baño, el césped está alto, una silla de la cocina esta floja…” Le sobra tiempo al hombre para elaborar la respuesta: “esperá, esperá, me había olvidado que tengo que hacerle unas cositas al auto”.
Y acá empieza mi problema. Acá nace y de a poco se va haciendo más grande y más fuerte.
El jefe de familia se dirige hacia la habitación sacándose el pijama por el pasillo cual si fuera un recién casado y se viste como si estuviera en la casa de la amante y sonara el timbre. Se pone pantalones cortos, medias deportivas altas, zapatillas, la remera que le regaló el hijo sin tener en cuenta su edad, y los lentes ahumados que completan perfectamente la imagen del hincha pelotas de los sábados a la mañana. Pido disculpas por la frase un tanto grosera pero no encuentro otras palabras que las reemplacen fielmente.
Viaja sin escalas de la pieza al garaje y allí se siente seguro, a salvo. Gira en torno a su auto, su máquina, su pasión, su niño mimado desde que su hijo cumplió los catorce. En otros tiempos iban con la pelota al parque ahora el nene juega fútbol por Internet.
Luego de evaluar la situación considera que no es necesario lavarlo. Lo hizo el día anterior y desde entonces no salió. La nave aún brilla como un sol, piensa.
Abre el baúl, extrae una franela e igual acaricia suavemente la carrocería. Disfruta el momento. De pronto, como si se acordara de que dejó algo en el fuego, abre el capot. Mide aceite, revisa el agua del radiador, del limpiaparabrisas, liquido de frenos… cierra el capot. Sube y se sienta al volante pero no intenta arrancar el auto. Saca de la guantera una libreta, una birome y comienza a anotar mientras realiza una minuciosa revisión del interior. Perilla del seguro dañada, manija levanta cristal con el cromado saltado, cartón de la puerta flojo (conseguir el clip para fijarlo) y así completa la carilla. Enciende el motor, deja calentar unos minutos y saca su auto a la calle.
A ver, repacemos, la esposa se lo sacó de encima, aunque él piense que se escapó. Luego se disfrazó de turista y decidió gastar su tiempo en el auto. Hizo una lista insoportable de boludeces y salió. ¿A dónde fue?
Yo trabajo en un comercio de accesorios para el automotor.
Los sábados a la mañana son días particulares, de clientes particulares.
Pasadas las once de la mañana, el individuo entra al negocio con la curiosidad de un niño y el apuro de un buda. Observa todo. Todo le asombra y le interesa. Se pasea de una punta a la otra del mostrador con los anteojos sobre la cabeza y las manos entrelazadas en la espalda. Luciendo su atuendo deportivo-adolescente espera su turno. Grito su número y él se acerca entusiasmado.
Somos cuatro atendiendo. Mi imán no falló.
Lo saludo, me saluda, y saca la libretita. Comienza a leer y a explicar cada artículo con detalles de tamaño, textura y color. Vaya que hay personas minuciosas… Acá hago un paréntesis para aclarar que hay dos clases de hincha pelotas: “el profesional”, que al encontrarse con la pieza solicitada se pone los lentes de leer y busca el origen o el nombre de la fábrica. Pone en duda la calidad y pregunta por la garantía. Y el otro, “el Standard” que te lleva hasta el auto para mostrarte todas sus dificultades y te pregunta cómo y dónde se coloca cada cosa.
Volviendo a mi hincha pelotas, sólo le puedo proveer uno de cada dos requerimientos. No está tan mal. Mejor dicho, para mí no está tan mal. Él a cada negativa, me dice preocupado: “¿Y ahora qué hago?”. Como si se tratara de un medicamento vital. Me mira fijo esperando soluciones y yo no las tengo.
“¿Cómo que no tenés la arandelita plástica que va en el tornillo que sostiene la moldura que aprieta la alfombra sobre el zócalo?”.
“No, nene, no. La bolita sola de la manija de levantar el vidrio. No quiero cambiarla toda, ¡la mía es original!”.
Termina la lista. Observo de reojo la libretita aliviado… y equivocado. Porque comienza a preguntar por cada uno de los productos de belleza del automotor, ceras, shampoo, siliconas… Pero eso no me incomoda, al fin y al cabo es mi trabajo. Lo que me molesta es que cuando intento responderle, me corta con otra pregunta sobre otro artículo. Quiero explicar las virtudes de ese otro y vuelve a hacer lo mismo sin prestarme atención. Inicia entonces, una caminata por el salón indagando sobre cada producto que ve sin escuchar respuesta alguna.
Faltan quince minutos para las doce y noto en la mirada de mis compañeros cierta compasión ¿Alguno tendrá la caridad de pasarme una llamada urgente?
Ya no contesto sus preguntas. Espero un poco a que llegue la otra, luego la otra y así… Lo sigo por el salón, acompañándolo. En ocasiones asiento con la cabeza. Nadie me tira una soga.
Por fin, el cliente en cuestión, me pide que le haga la factura. Paga y se va prometiendo volver el próximo sábado para comprar no sé que cosas.
Ahora usted calcule, en una ciudad de trescientos mil habitantes, por más chico que sea el porcentaje de hincha-pelotas, alcanza y sobra para todos los sábados del año. Además hay nuevas generaciones que prometen recambio en un futuro no muy lejano.
Desconozco su ocupación, pero si usted no es uno de estos, tenga cuidado porque me dijeron que tienen representantes en todos los rubros. Están los que van a las ferreterías buscando el filamento de una lámpara de 25 wats, agujeros de ocho milímetros, pinturas a rayas o un clavo de cada tamaño, sólo por tenerlos. También existen los que destruyen la paciencia de los carniceros, las señoras que logran que el verdulero haga terapia…
En fin, tenga cuidado andan sueltos y desparramados. No se alarme, no se apene, no se angustie. Pero sobre todo, no sea usted.
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