TANDIL SOÑADO

Allí estaba yo, acostado entre mi mujer y la mesita de luz, padeciendo otro de mis acostumbrados insomnios. Aun con los ojos cerrados podía ver las agujas fluorescentes de mi reloj despertador avanzando con prisa y sin pausa. Había entrado en ese círculo vicioso en el que me ponía nervioso por no dormir y no dormía por los nervios. Llevaba más de tres horas probando mis frustrados métodos: rezo, concentración, respiración… solo me quedaba el garrotazo, la resignación o una pastilla.

Opté por la resignación. Me faltaba coraje para darme un garrotazo y si tomaba una pastilla corría el riesgo de dormirme a la mañana siguiente, ya que era demasiado tarde.

Por momentos, nunca sabré si eran minutos o segundos, me entredormía y aparecían imágenes confusas. Veía todo desde un tercer plano. La casa chorizo de mi infancia se mezclaba con mi patio actual. Mi vecino y yo subidos a los techos donde nos sentíamos libres además de superhéroes. El aroma delicioso y constante de la panadería de la esquina. El sol que reflejaba en la chapa y nos hacía achinar los ojos, y el murmullo de los chicos de la escuela de al lado. Una miscelánea de situaciones vagaba por mi mente. La angustia por la bicicleta que me robaron a los diez años, el miedo al hijo loco del mimbrero y la figura de mi abuela, de espaldas, cocinando el tuco para los fideos en mi cocina actual. Todo era impreciso en esos sueños etéreos que ni siquiera me servían para descansar.

Necesitaba vacaciones, además de un psicólogo.

Me levanté resignado. Ni siquiera miré el reloj. Fui a la cocina y calenté un poco de leche. Dicen que ayuda a recuperar el sueño. Yo nunca lo creí, pero en la desesperación se prueba todo. Precepto que sustenta el negocio de timadores como brujos y curanderos.

A mis dificultades habituales para dormir se habían sumado las preocupaciones matrimoniales. Nuestra relación era un diminuto velero que atravesaba una tempestad en alta mar.

Uno nunca está seguro de haber encontrado al amor de su vida y pasa años pensando si ese hombre o mujer con quien comparte sus días fue la mejor opción. Es curioso, lo mismo que en un tiempo nos sedujo de una persona luego resulta inaguantable. Aquel lunar en la mejilla que adoraba y hasta admiraba porque la hacía única y especial, ahora produce rechazo. Ese amor por la música clásica que la hacía parecer tan culta te lleva luego a odiar a Beethoven y Bach.

Volví a la cama.

Cuando todo empieza a salir mal, la vida se vuelve un efecto dominó. Darse cuenta a tiempo y romper la racha es la única salida. Aunque siempre es más fácil decirlo que hacerlo.

El recuerdo de algunas discusiones agujereaba mi mente. Cerré los ojos y me propuse entonces pensar en el viaje de placer que realizaríamos en familia. Una escapada de tres días a Tandil con el único fin de intentar solucionar o al menos disipar el mal momento de nuestra pareja. Uno a veces cree que un cambio de aire puede mejorar el vínculo, como si el matrimonio sufriera de asma. Pero es bueno, necesario y saludable agotar todas las posibilidades antes de la separación.

Recordé cuando mi sobrino, ante mi comentario de hacer un viaje en Semana Santa, me aconsejó sin dudar: “Vayan a Tandil”. “¿Por qué?” pregunté ante tanta seguridad. “Porque Tandil es Pascua”, contestó.

Me encontré paseando por una ciudad vestida de fiesta y, a pesar de la ruta comercial creada para el turista, se respiraba espiritualidad.

Caminábamos con mi esposa y mis hijas hacia el Calvario por una avenida ancha y empinada. En el centro y a ambos lados se alojaban columnas interminables de stands de artesanos.

Las ferias siempre fueron mi debilidad, pero de tanto recorrerlas a lo largo y ancho del país y de mi vida, fui perdiendo el interés y la capacidad de sorpresa. Las manualidades se repiten y pocos artículos me resultan atractivos. Trabajos en madera, papel, cuero, con tornillos, con alambre, títeres, juegos de ingenio y cientos de productos más exhibidos en los puestos, salpicaban la avenida. Cada cien metros aproximadamente, artistas callejeros desplegaban diferentes talentos. Un pintor con ínfulas de gran artista bailaba a la vez que pintaba con aerosoles un bastidor. A un costado exponía sus cuadros, todos muy similares: soles o lunas gigantes sobre el horizonte, cascadas, árboles secos y arroyos sinuosos. Todos con colores, sombras y luces parecidas.

Debo confesar que encontré algunos personajes pintorescos con propuestas originales: un adolescente calvo publicitaba un producto hecho con hierbas de la Patagonia que aseguraba una cabellera abundante y la cura definitiva de los calambres. Una bella señorita ofrecía un abrazo y una frase por un billete que no fuera el más chico. Miré a mi alrededor y al no divisar a ningún integrante de mi familia me entregué a su propuesta sin dudarlo.

El abrazo habrá durado cinco o seis segundos y fue como una brisa de aire fresco directo al alma. Me dijo al oído: “A veces la felicidad está tan cerca que nos pasamos de largo”. Me acarició una mejilla y se alejó. Antes de verla perderse entre la gente alcancé a leer que en la espalda de su remera decía: “Hace falta más gente que crea en cosas imposibles”.

Seguí caminando.

Es maravilloso con qué poco nos sentimos mejor. Una mirada, una sonrisa, un apretón de manos, un gesto amable… un abrazo.

Faltaban unos metros para terminar el recorrido ascendente cuando vi un stand diferente. Como ocurría en la mayoría de los puestos, los estantes estaban forrados con una tela de color y sobre ellos descansaban varios botellones de vidrio. Más arriba, un cartel rezaba: “Vendo silencio”.

Fue instinto mi sonrisa y me acerqué curioso, porque admiro a los embusteros que van más allá de lo imaginable. El hombre que atendía me estudió con la mirada y también sonrió. Estimé que, detrás de esa barba y debajo del pelo largo canoso y escaso, habitaba un cincuentón con más vivencias que Joaquín Sabina y era, sin dudas, dueño de cierta locura.

Los botellones eran iguales en forma y tamaño. Similares a esos de base ancha y cuello generoso que se utilizan para servir vinos finos. Todos tapados con corchos. Los miré sin atreverme a preguntar.

-Puede levantar sin compromiso –me dijo. Una frase que en los artesanos, parecía obligatoria.

-Está bien, gracias –contesté y entonces me pregunté si el silencio tendría peso.

-¿Le llama la atención? –me consultó y asentí-. Generalmente pasa. La gente cree que vendo botellones.

Mi mirada fue elocuente, yo era parte de esa gente.

-¿Y qué vende? –me expuse a quedar como un idiota que no entiende el cartel que oscila frente a sus ojos.

Sonrió de nuevo, esta vez con un aire suficiente que me hizo sentir aun peor.

-Silencio envasado –confirmó-. Algunos turistas suponen que proveo aire, lo sé, pero no soy un estafador. En los botellones hay silencio… y silencio del bueno. Silencio puro.

-¡Mire qué bien! –dije por decir algo.

-Hace años que me dedico a esto y puedo decir con orgullo que jamás he tenido un reclamo.

-Eso habla bien del producto.

-No me cree… –no fue una pregunta, fue una afirmación resignada.

-Convengamos que no es común lo que ofrece. De hecho no vi que tuviera competencia en esta feria.

-Eso es bueno. Nunca falta un estafador que hace que la gente piense que todos somos iguales.

El tipo me hablaba con la convicción del que vende un mate que talló con sus propias manos.

-Disculpe mi ignorancia, pero me puede decir cómo lo envasa.

Me miró dudando si seguir con la conversación o echarme flit. Tal vez advertía mi escepticismo o bien se trataba de una fórmula secreta, como la de Coca Cola. Estos personajes infectados de bohemia y locura no siempre confían en nosotros, los que nos creemos “normales”. Y hacen bien.

-Con una máquina –balbuceó moviendo apenas los labios perdidos entre la barba.

Ambos quedamos callados un instante mirando los botellones. Me disponía a seguir mi camino cuando continuó.

-Con una máquina que inventé yo mismo.

-¡Qué bueno! –comenté y me detuve por instinto unos segundos porque vi que tenía ganas de hablar.

-Sí, es una especie de aspiradora que en lugar de juntar basura en una bolsa, almacena silencio en los botellones a través de una manguera. La destreza está… –levantó el índice cual si fuera un político- en saber cuándo se llena el recipiente y poner rápido el tapón.

-¿Por qué? ¿Qué pasa si no la frena a tiempo?

-El silencio se satura.

-La experiencia debe ser imprescindible en estos casos –estimé.

-Exacto. Porque el silencio se comprime hasta un sesenta por ciento.

-¿Explotaría el botellón?

-No. –Estiró la comisura de los labios y meneó la cabeza como si le estuviera explicando física a un nene de cinco años-. Cuando se satura, se altera. Pierde pureza.

-¿Y de dónde se extrae el silencio? ¿Del campo, de las sierras?

-El lugar no es lo más importante. No digo que esté mal buscar un lugar despoblado y tranquilo, pero lo fundamental es encontrar el momento adecuado.

Sentí que habíamos llegado al punto en que el artesano, por llamarlo de alguna manera, se sentía a gusto con la charla y no dudaría en contarme sus secretos.

-También es esencial –prosiguió- que haya dos o más personas para que el silencio sea compuesto e integrado y tenga el verdadero sentido de la meditación. Debe lograrse un silencio reparador, un silencio que sea mejor que cualquier palabra, que solucione conflictos. Sería fácil ir al medio del campo o a una montaña y envasar en soledad un silencio vacío, inocuo, sin contenido alguno.

-Eso no estaría bien.

-Claro que no.

-Como decía mi viejo: “Para todo hay que saber”.

-Uno debe buscar las condiciones adecuadas para que el producto tenga calidad.

-Entiendo… ¿Vende mucho?

-No. La gente es escéptica en estas cuestiones. La mayoría cree que soy un chanta, que pretendo engañarlos…

Me sentí uno más en ese mundo de prejuiciosos.

-Pero sabe qué… –continuó con un destello de alegría en la mirada- todo tiene su parte buena. Tengo clientes cautivos. Gente que ha probado mi producto y sabe el resultado. Hay quienes viajan muchos kilómetros para conseguirlo.

-¿Cuánto cuesta?

-El precio real… –dudó y yo me arrepentí de haber preguntado- es de ochocientos pesos, pero como usted me cayó bien se lo voy a dejar en la mitad.

-Cuatrocientos –deduje como si la cuenta fuera difícil.

-¡Un regalo! –exclamó el artesano sonriendo-; prácticamente al costo.

-En este momento se me escapa del presupuesto, jefe, pero igual le agradezco.

-¡Trescientos cincuenta! –se apresuró a decir antes de que me fuera.

-Gracias de todos modos.

-¡Trescientos y no hablemos más!

-Será en otra oportunidad –dije a modo de despedida, y antes de dar el segundo paso escuché:

-¡Doscientos cincuenta! No paga ni el botellón…

Sonó el despertador. Inoportuno e insistente como de costumbre.

Volví a la realidad recordando el sueño con muchos detalles, algo que no me sucede a menudo. Sonreí con rabia; me hubiese gustado saber si compraba el botellón con silencio puro o me iba dejando sin realizar la venta a ese personaje que me había caído simpático.

Reflexioné entonces sobre lo inverosímil del sueño. Debido a mi incredulidad nunca hubiese adquirido ese botellón, ni hubiese creído un argumento tan absurdo. Tal vez ni siquiera me hubiese detenido en ese stand.

Por espacio de unos segundos me quedé sentado sobre la cama y recordé aquella bella señorita del abrazo y la leyenda en su remera. Luego me levanté despacio tratando de no despertar a mi mujer.

Pocos días después partimos hacia Tandil con el entusiasmo lógico que nace por los viajes de placer. Uno sabe que se avecinan momentos distintos, especiales. Momentos que con el tiempo se transformarán en recuerdos únicos que luego la mente retocará a gusto. Momentos que atesoramos más que al presente.

Las minivacaciones fueron entretenidas y aletargaron los conflictos por un tiempo.

El sol se hizo sentir durante esos días de otoño. Ya lo decía mi abuela: “Si el clima sigue cambiando, en Semana Santa va a hacer más calor que en enero”.

Pudimos disfrutar a pleno de una ciudad que, si bien siempre es atractiva, en Pascua se vuelve mágica. Tandil tiene mucho para ofrecer al turista y la gente se distrae caminando por sus calles. El Calvario, el Cerro Centinela, el Parque Independencia, La Piedra Movediza artificial que imita a la que cayó en 1912 son algunas de las atracciones que brinda esa ciudad.

Paseamos, nos divertimos y hasta olvidamos el verdadero motivo del viaje.

Luego, la vuelta al hogar y a las obligaciones nos devolvió al mundo real. Al diario convivir de una relación lastimada. A esa amarga sensación de saber cuán efímero y frágil es todo. A intentar disimular o al menos no salpicar con resentimiento esa llamita que se apagaba poco a poco, Atravesábamos un extraño sentimiento en el que se mezclaban la esperanza de un arreglo con el rencor de amargas vivencias.

Nuestras vidas se habían ido llenando de olvidos, de frustraciones, de descuidos, de grandes y pequeñas contradicciones.

Pasaron días, semanas, y la rutina implacable trajo consigo viejos malestares, agresiones, celos, desconfianza… Volvió todo aquello que no queríamos pero tampoco podíamos evitar.

Creo que no hay culpas individuales si realmente se trata de una pareja. Y hasta tengo dudas de que sean culpas.

Claro que cuando la tempestad de alta mar hace que el barco pierda el horizonte y el rumbo se torna incierto, solo quedan dos opciones: abandonarlo o ahogarse.

-Parece que esto no tiene retorno –dije con una serenidad inusual en medio de la tormenta. Reconozco que en ocasiones mi sosiego incomoda.

-Eso es lo que vos estás buscando hace tiempo.

De pronto tuve un déja vu o tal vez era realmente una escena que se repetía en nuestras vidas.

-Es que siento que cada día que pasa tenemos menos cosas que nos unen.

-Nos une haber pasado momentos inolvidables… buenos y malos. Nos une habernos lastimado las manos trabajando por lo mismo. Nos une la mirada equivocada, y la otra. Nos une el amor por nuestros hijas… –desvió la vista y apretó los labios intentando reprimir el llanto.

-Te propongo que nos tranquilicemos y, al menos por ellas, tratemos de tener una separación adulta… si es que eso es posible.

-Está bien, está bien… –susurró ella para mi sorpresa. Y mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano, me sugirió-, pero te pido que nos tomemos este momento para nosotros.

-Sí, claro. ¿Qué proponés?

-Que hablemos de nuestro futuro, juntos o separados, que hablemos con sinceridad… –se interrumpió con una congoja contenida de esas que yo detestaba.

Medió un silencio que hería el aire. Ella tenía la mirada vacía y el alma rota. La observé con serenidad, como hacía años no la miraba por el trajín cotidiano.

-¿Y bien? –pregunté seguro de que estirar ese tiempo era inútil.

-Ya vuelvo –dijo ella mientras se incorporaba e iba hacia la cocina.

Yo me quedé pensando en el futuro que ella acababa de mencionar. Ese futuro incierto, ese cambio radical que se aproximaba. Mejor o peor, no importaba. Pero era necesario ser cautos para evitar que se derrumbe lo poco que quedaba de nuestra historia.

Volvió de pronto con dos botellas y dos copas. Apoyó todo sobre la mesa y sin decir palabra sirvió dos coñacs, una de las pocas bebidas que compartíamos muy de tanto en tanto. Recién entonces reparé en que el otro envase que había traído medio escondido bajo el brazo era el botellón del sueño de Tandil.

Traté de disimular la sorpresa.

Yo nunca había contado mi sueño. La única vez que estuve a punto de hacerlo fue durante el mismo viaje, aunque luego desistí. Supuse que comenzarían las interpretaciones psicológicas sobre mi trance onírico y dejarían al descubierto mis sentimientos.

Pero bueno, allí estaba el silencio envasado, a cincuenta centímetros de mi nariz. No pude evitar el comentario.

-¿El botellón vacío es por si viene alguien que no quiere tomar nada?

-Lo compré en Tandil, a escondidas, cuando recorríamos la feria.

-¿A escondidas?

-Tal vez algún día te cuente para que sirve. Ahora es mejor que hablemos –me pidió mientras destapaba el botellón.

Luego, a la manera de un brindis, levantó la copa de coñac y la llevó lentamente a sus labios.

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