TÍA GRISELDA

Tía Griselda era una persona especial. La recuerdo como un personaje desfachatado, transgresor, al que nosotros, los más chicos de la familia, esperábamos con entusiasmo en las fiestas de fin de año. Tal vez porque en esa época de vacas flacas, ella era la única que traía mantecol y maní con chocolate. Además, cuando llegaba el momento de lo dulce, nos repartía primero a nosotros. Era alegre, flaca y alta, muy alta. Para colmo usaba tacos. Distinguida y elegante al punto de ser siempre el centro de los comentarios de mis otras tías. Al principio, halagadores: “¿Te fijaste los zapatos que lleva?”. “Y el vestido es un sueño”, “Es que con ese cuerpo luce cualquier pilcha”. Después venía la envidia: “El collar que lleva puesto no se compra con decencia”. “No se pueden creer las tetas que tiene”. “Mirá, yo prefiero ser petisa y gordita, pero mujer”. Y por último el resentimiento: “Siempre una sombra de barba se le nota”. “Y además el bulto”. “¿Pero si lleva vestido?”. “El bulto en el cuello, el de la nuez”.

Claro, la tía Griselda era un travesti. El hermano más chico de mi vieja. El tercer y último hijo que, en principio, había sido un regalo del cielo y luego, al ver su inclinación sexual, una especie de maldición.

En ese tiempo yo tenía ocho años y tener una tía así era, además de anormal, vergonzoso. Manteníamos absoluta reserva sobre el tema. Bueno, yo se lo había dicho en secreto a mis mejores amigos, ellos a sus padres y sus padres al resto de la comunidad. Así que la noticia se había esparcido por la ciudad como un reguero de pólvora, pero sin riesgo de humedad.

Mí madre me lo había contado un año antes y entonces entendí una cantidad de comentarios, gestos y actitudes que me venían atormentando. Comprendí también porque en las fotos de su adolescencia, mamá siempre estaba con su hermano y un amigo del tío, que por cierto era muy parecido a la tía. Comprendí que aquél “Fabián” que habían mencionado en algún descuido no vivía en Uruguay ni era un primo lejano como decían.

Yo sentía, por algunas miradas, que para los demás éramos una familia poco común porque además contábamos con otros condimentos atípicos para la época. Mis abuelas, por ejemplo, que vivían juntas para hacerse mutua compañía: una era soltera y la otra viuda de tres maridos. Mi mamá, separada. O mejor dicho abandonada. Papá se había ido cuando yo tenía dos años y recién lo volví a ver a los doce; vino a plantearme su culpa de padre ausente. Le dije que no se preocupara por el adjetivo ya que no cumplía con el sustantivo y se fue sin entender demasiado.

Por suerte, durante esos pocos años en los que pasamos las fiestas juntos tuve la oportunidad de conocer a mis parientes, aunque siempre la persona que más me impactó fue Griselda.

La familia estaba compuesta por el tío Pedro, su mujer Elisa y sus dos hijas. La grande era piola, la chica muy aburrida. Los tíos Cacho y María con su hijo, Gastón. El tío Alberto y su esposa Sandra con tres descendientes: Amanda de quince y los mellizos de mi edad, Julián y Esteban. Mi mamá Mercedes y yo. Bueno, por supuesto también estaban la tía Griselda y mis dos abuelas.

Mis primas grandes se iban después de los festejos. Los primeros años a charlar a alguna habitación y los últimos las pasaban a buscar para ir a bailar. Así que quedábamos Gastón, los mellizos y yo para los fuegos artificiales, porque la aburrida estaba siempre con la madre.

Éramos cuatro primos varones casi de la misma edad y, aunque a veces nos peleábamos, disfrutábamos de estar juntos.

Para las reuniones de fin de año habían elegido un lugar neutral: la casa de las abuelas. Una casa antigua de las que llaman “chorizo”, con patio embaldosado y canteros en los bordes con malvones, rosales y una ruda que nosotros intentábamos esquivar para no impregnarnos con su olor. Por otra parte ese patio era el único que podía albergar a los diecisiete. Recuerdo que las noches eran siempre calurosas y que el jazmín gigante de un vecino asomaba por el paredón inundando el patio de perfume.

Durante esos días, las habitaciones del costado se convertían en improvisadas cocinas donde se preparaba lo que después se serviría: lechón frío, ensalada rusa, matambre, piononos de varios sabores y tamaños y bandejas multicolores con inventos raros.

Toda la familia se ponía de acuerdo y cada uno tenía su especialidad. Mi mamá hacía el mejor matambre de la familia. El tío Pedro tenía un amigo panadero que se encargaba de cocinar el lechón y él se jactaba de preparar el mejor adobo del mundo. Alberto y Sandra eran dueños de una despensa que abría catorce horas por día. Así que debido a la falta de tiempo se habían otorgado el privilegio de aportar bebidas y confituras. Alguna vez escuché a los otros tíos decir que solo llevaban lo que no podían vender y que un vino blanco muy viejo los había hecho lagrimear.

Elisa y María competían tácitamente. Intentaban lucirse y sorprender con algún plato novedoso. Por lo general se trataba de ensayos frustrados que combinaban sin distinción anchoas, palmitos, espárragos o roquefort, fusionados en budines o tartas caseras, caras e incomibles, que decoraban con huevitos de codorniz.

De los cuatro años en que nos juntamos la familia completa, la última Nochebuena fue inolvidable.

Según me había contado mi mamá, la familia había dejado de reunirse durante algún tiempo cuando yo todavía dormía en cuna. Ella aseguraba que la homosexualidad de Fabián, o sea de la tía Griselda, era el verdadero motivo del alejamiento y que fue en el velorio del tío Pepe que decidieron que nos volviéramos a juntar. Parece que la melancolía por la pérdida hizo reflexionar a varios y resolvieron que siendo la vida tan corta no valía la pena estar separados. De manera que, ahí mismo, junto al cajón, planificaron la futura navidad.

Cuando Pepe se accidentó, estuvo más de dos meses internado hasta su muerte. Tía Griselda fue la única que se quedó todos los días, mejor dicho todas las noches, a cuidarlo. Los demás, que en principio la criticaron con frases como: “¿A qué viene esa degenerada?” y otras similares, luego de un breve lapso volvieron a sus actividades cotidianas. Ni siquiera lo visitaba el tío Cacho que estaba jubilado desde los cuarenta años por demencia. Todos en la familia sabíamos que le había hecho creer a los directivos de la empresa donde trabajaba que estaba mentalmente insano a causa del estrés laboral. Estimo que mi tío, y no lo digo con orgullo, fue uno de los precursores en esto de hacerse el loco para pasarla bien. Una enfermedad casi imposible de probar para los médicos, hizo que Cacho, después de un año de actuación, pasara a engrosar la clase pasiva. Como era de suponer, poco después de obtener el carnet de jubilado recuperó la cordura.

Por su parte Pedro volvió a la herrería y a su acostumbrado atraso en las entregas, aunque esta vez con una buena excusa. Alberto y su esposa a la despensa… en fin, cada uno a sus quehaceres cotidianos.

Excepto Griselda, el resto, luego de una semana, se olvidó de Pepe, del accidente y de la dirección del hospital. Fue entonces que alguna de las tías dejo escapar entre dientes: “Menos mal que se queda él… o ella”.

Tal vez para los tíos ese reconocimiento fue más importante que el lazo de sangre.

Pasaron veinte años y aún recuerdo con exactitud todo lo que ocurrió aquella noche.

Hacía calor. Yo percibía en el aire la alegría inexplicable que se produce en esas fechas, sobre todo para los más pequeños. La algarabía del reencuentro con mis primos, con los tíos, los preparativos, la emoción de poder detonar, después de las doce, los pocos fuegos artificiales que me habían podido comprar. Las risotadas de mamá y las tías mofándose de sus propias creaciones culinarias. Los gestos exagerados de Griselda que siempre, siempre, además de pan dulce y confituras, llevaba dos botellas de champagne. Ella era la única que lo tomaba. Hasta en eso era diferente.

-Se quiere hacer la finoli. A mí no me vas a decir que le gusta eso tan amargo –comentaba Pedro año tras año.

Los hombres bajando las sillas y armando las mesas con caballetes para, poco después, sentarse a tomar Cinzano, Gancia, vino y hablar de fútbol, religión o política.

La Nochebuena había comenzado como las últimas tres. Con todos los ingredientes necesarios entre los que no faltaron los ruidos de los cohetes y cañitas voladoras tempraneras. El aroma a jazmín mezclado con pólvora y la música intermitente de algún vecino indeciso que cantaba muy mal. No había sorpresas. El mismo lugar, la misma gente y la sonrisa feliz de las abuelas abrazándonos hasta dejarnos bordó.

La recomendación de que no robáramos los sándwiches de la mesa y nos fuéramos a la vereda. De chico llegué a creer que no se podían tocar hasta que se les levantasen las puntas.

Nunca entendí por qué tenía que ser la tía Elisa la encargada de cortar los piononos, la única de la familia con mal de Parkinson. Resultaba imposible de juntar los pedazos de huevo, zanahoria rallada y fiambres varios.

También me llamaba la atención que nadie confiara en la exactitud de los relojes y termináramos poniendo la televisión a las doce menos cuarto.

Ya ese año, mis primos y yo nos habíamos dado cuenta de que Papá Noél no podía entrar por la chimenea con semejante panza, que no todas las casas tenían chimenea y que era imposible que un solo hombre repartiese regalos a todos los niños del mundo en una misma noche y a la misma hora. Igual lo esperábamos ansiosos participando de esa magia y engaño mutuo entre grandes y chicos.

Con el tiempo he tratado de buscarle explicación a lo sucedido y creo que fue la suma de graduaciones alcohólicas la que en principio desató el problema. Para el brindis de las doce, los tíos ya habían cambiado la voz. La excesiva ingesta de aperitivos y vinos había anulado la poca sensatez que poseían.

Nosotros, que para entonces acabábamos de hacer explotar los últimos cohetes, teníamos nuestras esperanzas centradas en el Mantecol de la tía Griselda, así que no nos movíamos de su lado. Mirábamos con recelo el pan dulce repleto de horribles frutas abrillantadas y los turrones, que en vez de maní parecían hechos de granito. Un gran desafío para los postizos de las abuelas.

Fue Cacho quien hizo el primer comentario que creyó gracioso sobre la sexualidad de la tía Griselda. Ella sonrió, se paró y fue hacia la cocina en busca de otro plato. María, su esposa, lo fulminó con la mirada, lo cual fue un error porque con esa carga etílica, el tío se envalentonó, seguramente creyendo que de lo contrario quedaría como un dominado ante los demás.

Se desbocó con frases como:

-Ahora con esa Cris Miró que sale por televisión y labura de vedette pareciera que está bien ser trolo.

Y los otros energúmenos le siguieron el juego.

-Manga de enfermos, eso es lo que son.

-Ojo que como la cosa siga así, dentro de algunos años, ser puto va a ser obligatorio.

Griselda, quien sin duda escuchaba todo, se había sentado de costado y hablaba con las abuelas sobre el cuidado de las hortensias, geranios y jazmines.

Para sorpresa de todos, las otras tías la defendieron sacando a relucir historias que no todos sabían.

-Claro, Pedro, ahora te hacés el gracioso pero cuando necesitaste plata para arreglar el auto bien que fuiste con la cola entre las patas y ella fue la única que no te dio la espalda.

El comentario de Elisa salpicaba en varias direcciones y eso estimuló la intervención de María.

-¡Y vos Cacho, no parecías tan macho cuando le fuiste a pedir que te saliera de garantía!

Sandra, que hablaba poco, también quiso aportar su granito de arena refrescando la memoria de la familia.

-Nadie se acuerda quién se quedó con Pepe los dos meses y medio que estuvo en el hospital.

Griselda se había incorporado y observaba al resto sin decir palabra, con una mano apoyada en el respaldo de mi silla y la otra sosteniendo su copa de champagne. Conservaba su habitual elegancia y aquel gesto distinguido que la diferenciaba del resto. Si alguien hubiese entrado en ese instante, jamás hubiese supuesto que hablaban de ella. Parecía estar analizando la conducta humana en todo momento.

Entonces comenzó el fuego cruzado.

-Si lo de la garantía lo dijiste por nosotros, te recuerdo que todavía estamos pagando el televisor de mamá que tenés en tu casa.

-No hablemos de plata porque cuando hubo que pagar los remedios de la vieja se borraron todos. Los únicos que nos pusimos fuimos Griselda y yo.

-¡¿Cómo podés hablar vos?! ¡Si cuando estuvo internado papá ni apareciste!

Así, de a poco, iba madurando la peor Nochebuena en familia de mi vida. Fue entonces cuando escuché murmurar a Griselda como para sí misma: “Las peores cicatrices son las que quedan en la memoria”.

Aunque no solo fue esa pelea la que hizo que aquella noche fuera inolvidable.

Tal vez por el griterío, ninguno de nosotros notó que dos muchachos habían entrado al patio y estaban parados delante de la mesa apuntándonos con armas. En aquellos tiempos jamás se cerraba la puerta. A pesar de su miopía avanzada, la abuela Ana fue la primera en advertir la presencia de visitas.

-¡Pasen muchachos, pasen y coman algo! –invitó suponiendo que se trataba de vecinos que venían a saludar.

No tendrían más de veinte años. Uno de ellos, visiblemente nervioso, se mantenía un paso por detrás. Le temblaba el arma y para disimular hacía movimientos bruscos. El otro era más decidido y llevaba la iniciativa. Nos gritó con una voz muy grave para su edad:

-¡Escuchen bien porque no lo voy a repetir! ¡Al que se mueva o se haga el valiente le vuelo la cabeza! ¡Quiero que los hombres se pongan de rodillas! ¡Despacio! ¡Sacan toda la guita de los bolsillos y la tiran para acá adelante! Las mujeres se quedan sentadas. ¡Anillos, relojes, collares y todo lo que tenga valor, lo quiero acá! ¡Y rápido que nosotros también queremos festejar la Navidad!

-Pero… pendejos de mierda –balbuceó Cacho.

-¡¿Qué dijiste?! ¡Tirate al suelo! –ordenó el asaltante que, dando dos pasos rápidos, estuvo junto a Cacho y le pegó con la culata del revolver en la cabeza.

Las mujeres gritaron y los hombres se apuraron a sacar el dinero de los bolsillos. Yo, asustado, atiné a bajar de la silla, pero el ladrón exclamó:

-¡Los chicos se quedan quietos!

Vi que mis primos se abrazaron a sus respectivas madres. Excepto la aburrida, que siguió durmiendo en un sillón.

El otro ladrón tomó coraje y avanzó unos pasos hasta ponerse a la par de su compañero.

-¡Viejas, dejen de lloriquear porque las cago a balazos! ¡No quiero oír un solo ruido!

Se sentían dueños de la situación. El que llevaba la iniciativa tomó de nuevo la palabra para no perder protagonismo.

-¿Y vos Pelado, por qué temblás? ¡¿Se acabaron los machos en esta casa?! –se burló de Pedro.

Creo que había algo más que alcohol en la sangre de esos chicos. Algo que les daba coraje. Algo que hacía que sus ojos brillasen como luceros.

-Juntá todo y metelo en la bolsa –pidió por lo bajo el más resuelto y recién entonces advirtió que algo no estaba bien.

-¡¿Y vos?! ¿Sos sorda? ¿Qué hacés ahí parada?

Levanté la vista como si fuera a mirar el techo y me encontré con la tía Griselda. En la misma posición que tenía antes de que llegaran los ladrones.

-¿Parada o parado? ¿Qué sos?

-Una mujer –contestó la tía-. Una mujer que tiene los huevos bien puestos –agregó mientras giraba en torno a la mesa.

-¡Tirate al suelo! –mandó el asaltante al ver que se le acercaba.

-¿Para qué? ¿Es una propuesta indecente? ¿Qué pretende usted de mí? –preguntó Griselda sonriendo con una tranquilidad que nos confundía a todos.

Para entonces ya estaba frente al maleante y lo superaba en altura por media cabeza.

-¿Me vas a matar?

El ladrón dio dos pasos hacia atrás. Estaba desconcertado.

-¡Matame corazón, matame! Yo no tengo nada que perder. A los putos no nos acepta la sociedad… ni siquiera la familia. Así que matame.

La tía siguió avanzando y él retrocediendo. Griselda infló el pecho

para que el arma le quedara a pocos centímetros y prosiguió.

-Estarías haciendo un bien a la comunidad. Apretá el gatillo sin miedo. ¿Qué te pueden dar, veinticinco o treinta años de cárcel? Claro, porque cuando estamos muertos pasamos a ser personas normales… o creías que te iban a dar menos condena por matar a un trolo.

Los chorros se miraron y sin decir palabra se dieron vuelta y salieron corriendo.

La tía quedó inmóvil mirando hacia la puerta de entrada.

Los demás se incorporaron, juntaron sus pertenencias y luego se abrazaron y consolaron unos a otros. A partir de ese momento todo fue llanto mezclado con puteadas.

Yo me acerqué a la tía Griselda. Juro que esta vez sin la intención de que me regalase un mantecol. Ella seguía paralizada y sin lograr despertar de su silencio. Le pregunté si estaba bien. Ella me apretó contra su cuerpo y me susurró: “Todavía me dura el cagazo, Manuel”.

Nunca supe si fue por vergüenza de los hombres o porque las damas de la familia se rebelaron ante la mala experiencia, pero lo cierto es que esa fue la última Nochebuena que pasamos en familia. Inolvidable, sin duda.

El tiempo seguramente modificó la memoria a favor de cada uno de los que estuvimos presentes. Hasta llegué a escuchar que los ladrones habían huido asustados por la mirada asesina del tío Cacho y que los gemidos de Pedro eran, en realidad, aullidos de bronca.

La tía Griselda se fue a vivir a España y soy el único de la familia que en la actualidad mantiene contacto con ella. No es solo cariño, también es admiración. Creo que allá es feliz y eso me alegra.

De todas maneras y por suerte, con el paso del tiempo las cosas han cambiado también en nuestro país.

Tengo tantas ganas de verla que realmente lamento mucho que no pueda venir para mi casamiento, el próximo mes, con Federico.

No hay comentarios

Añade tu comentario